Inventario

Un vagón más

La primera semana de febrero fue negra para la economía española. A la misma hora que Zapatero recitaba la Biblia en Washington se hundía el Ibex y ese era el colofón de todo lo que podía salir mal en unos días que dejaron muy tocado el crédito de nuestro país en los mercados internacionales. Los análisis más negativos ya están todos hechos, quizá porque lo negativo vende más que lo positivo, pero un juicio más imparcial hubiese encontrado algún ingrediente con que animar esta salsa trágica. Por ejemplo, nadie se hizo eco de que el PIB de España sólo bajó un 0,1% en el último trimestre, como aventuraba la ministra Salgado –y no lo que preveía el FMI– o que las bolsas internacionales también habían sufrido un batacazo. O que, a pesar del descrédito del país, el Tesoro emitió esa semana 2.515 millones de euros a tres años y la demanda fue de 4.655, casi el doble.
Tampoco pareció interesar a nadie que sindicatos y patronal aceptaran la reforma laboral propuesta por Zapatero, algo que parecía imposible sólo unos días antes, o que sucesivamente se pronunciaran en favor de la economía española Emilio Botín, presidente del Banco Santander, Francisco González, del BBVA y César Alierta, de Telefónica. Es cierto que arrimaban el ascua a su sardina; a todos ellos les conviene inyectar optimismo porque eso beneficia a sus empresas pero, por la misma razón, nos conviene a los demás. No hay que olvidar, por otra parte, que las tres empresas obtienen más de la mitad de los beneficios fuera del país, con lo que, en realidad, están menos condicionados que algunos otros oráculos locales.
Por supuesto, nadie se tomó la molestia de justificar por qué el batacazo de la Bolsa española en febrero ha sido consecuencia exclusiva de la falta de credibilidad del Gobierno y, en cambio, el que el Ibex subiese en 2009 un 30% –mucho más que en cualquier otro mercado y en mitad de una gravísima crisis– no puede ser interpretado como una muestra de confianza en las medidas de Zapatero.
Como en los guiones de las películas americanas, los comentaristas españoles han decidido podar todo aquello que añade complejidad a la trama. Si hablamos de lo negro, ningún dato coyuntural gris o blanco debe distraer al lector. Cuando antes hablábamos de lo blanco, ¿quién podía atreverse a ser el aguafiestas empeñado en señalar las nubes que se dibujaban en el horizonte?
En los periódicos y en la política se trabaja con mensajes cada vez más sencillos, basados en el convencimiento de que el receptor no quiere nueva información que le dé que pensar. Y por esta vía hemos llegado a una comunicación que no se diferencia mucho de los spots publicitarios: una sola idea, machaconamente repetida y que refuerce las convicciones del destinatario, lo que le deja muy conforme consigo mismo. El que recibe el mensaje no solo se siente íntimamente agradecido a quien se lo envía, por ratificarle en sus convicciones, sino que se siente depositario de un nivel de análisis de la realidad idéntico al que puedan tener los dirigentes o aspirantes a dirigentes de la nación. Como el aficionado al fútbol, que está convencido de poder dar lecciones al entrenador, el ciudadano de a pie se siente en disposición de dar un golpe de mano y poner al país a buen recaudo.
Desgraciadamente, el asunto es bastante más complicado, pero, para nuestra fortuna, depende mucho de lo que pase en otros países. Si otros salen ya de la crisis, nosotros lo haremos antes o después, por mucho que se equivoque el Gobierno, porque las empresas exportadoras volverán a vender, arrastrarán a sus proveedores y estos a los suyos, hasta enganchar a todos los sectores. Si la economía internacional no despega, ningún gobierno nacional, por eficiente que sea, conseguirá que el país vuelva al crecimiento anterior. Nuestra locomotora se paró de repente y los vagones que arrastraba se golpearon unos con otros con gran estrépito. Alguno, como la construcción, se salió de la vía. En el momento en que el tren arranque, los vagones volverán a arrastrarse unos a otros, aunque tardarán algún tiempo en alcanzar la inercia suficiente para caminar con soltura. Eso sí, es muy probable que el futuro tren sea más pequeño, por haber perdido varias unidades relevantes. Exactamente igual ocurre con los países. Sólo somos un vagón más del convoy y necesitamos que las locomotoras, EE UU y Alemania, tiren con fuerza. Pero no olvidemos que ninguna de ellas ha llegado todavía a al 1% de crecimiento.

El reparto del pastel

Los operadores telefónicos están sometidos a un negocio muy cambiante, tanto que nunca saben a ciencia cierta si hacer nuevas inversiones o buscar usos distintos para las costosísimas redes que ya tienen tendidas. A pesar del éxito aparente de su negocio –no hay más que ver las cuentas de resultados– saben que el más mínimo error estratégico puede dejarles fuera del mercado, al igual que ha ocurrido con muchas empresas tecnológicas de éxito que surgieron en los años 90 o con la propia IBM.
Al presidente de la Telefónica española debiera bastarle con haber convertido la compañía en una de las mayores del mundo o haberla librado de posibles opas hostiles, pero ni siquiera eso es una garantía de continuidad. Basta con que aparezca un cambio tecnológico sustancial o que alguno de sus clientes descubra un nuevo aprovechamiento de su servicio para que el valor que genera la operadora se traslade a otra parte. En concreto, Alierta está preocupado por Google que, después de haber puesto en jaque a los editores de periódicos, puede hacerlo con las empresas de telecomunicaciones. Y ni siquiera necesita grandes maniobras conspiratorias. Le basta con seguir haciendo lo que hace. Las compañías telefónicas ponen el servicio y los buscadores no pagan nada por él. Quienes pagan son los usuarios que, por otra parte, ya han conseguido tarifas planas, con lo cual, no hay negocio añadido para quien pone la red.
Los empresarios de telefonía están muy enfadados: sus compañías han invertido cantidades ingentes en crear unas redes costosísimas y alguien ha descubierto cómo hacer enormes negocios con ellas sin tener que pagarles nada, como ningún armador tiene que pagar por el uso del mar por el que se desplazan sus barcos.
Los operadores, que no han sido lo bastante intuitivos como para adquirir los buscadores antes de que se convirtiesen en gigantes –y hacer ellos el negocio–, intentan ahora que paguen por usar las redes. Pero no será fácil.
Estamos asistiendo a los primeros escarceos en las presiones a los gobiernos para conseguir que la tarta de Internet se reparta, y es muy difícil presumir lo que puede ocurrir, pero tampoco los Gobiernos van a sentirse muy cómodos a la hora de decidir. Por lo pronto, Alierta ya ha aventurado que, si se les garantizase una regulación más ‘racional’, Telefónica iniciaría una cascada de inversiones en plataformas y nuevas redes por valor de 300.000 millones de euros, que generaría un millón de nuevos empleos en España. ¿Quién se atreve a despreciarlo?

Diez años de un espejismo

No habrá grandes festejos, ni siquiera modestas conmemoraciones, pero ahora hace diez años creímos haber entrado en una nueva era de la Humanidad, en la que todo lo tangible tenía muy poco valor; y no porque la sociedad hubiese entrado en un trance de espiritualidad, sino porque lo único importante era lo virtual. Unos muchachitos descamisados sin más herramientas que unos ordenadores y con respaldo de Telefónica (Terra) pasaban a tener más valor en la Bolsa española que Endesa o Iberdrola con todas sus centrales nucleares, térmicas y grandes presas.
Las razones de algo tan aparentemente difícil de entender ni siquiera merecían ser explicadas. Como en el arte, o te enteras o no, y aunque algunos españoles no nos enterábamos, la mayoría se subió al carro. Desde la frustrada búsqueda de la piedra filosofal no se había descubierto nada que crease tanto dinero a partir de tan poco y, si se metían en ello los expertos, alguna fiabilidad debía tener.
Pero no, no tenía fiabilidad y lo supimos algún tiempo después. Aquel 6 de marzo de 2000 en que se produjo el batacazo de las puntocom, el Ibex alcanzaba los 12.800 puntos, y todavía hoy nos daríamos con un canto para recuperar ese punto de partida.
El espejismo especulador había contagiado a todos los valores y a toda la sociedad de una forma que cabría calificar de incomprensible, de no habernos encontrado poco después con otra burbuja parecida, la inmobiliaria.
Es verdad que se vislumbraba un mundo distinto, pero no era tan inmediato. Diez años después más de la mitad de la población española aún no navega por internet de forma habitual. En aquel momento, el ADSL sólo había llegado a 45.000 hogares; para el resto –la inmensa mayoría– Internet iba como iba.
Poner tantos huevos en aquella cesta cuando sólo uno de cada cien ciudadanos había probado –que no usado de forma habitual– el comercio electrónico era tan arriesgado como decidir que los teclados de ordenador tienen que estar en chino porque es el colectivo que en el futuro aportará más usuarios. Y llegó el batacazo. Curiosamente, vino de EE UU donde la penetración de Internet y del comercio electrónico era bastante mayor.
Las nuevas tecnologías han evolucionado a velocidad de vértigo, pero el comercio por Internet ha tardado en consolidarse bastante más de lo inicialmente previsto. Había que dar tiempo al tiempo y la inmensa mayoría se precipitó algo así como diez años. Quizá ahora sea el momento, aunque ya son muy pocos los que piensan que cualquier buena idea con el añadido de un puntocom va a hacerle rico y muchos menos los que pretenden hacerse ricos invirtiendo en la idea de otro. Eso sí, la humanidad sigue ansiando negocios rápidos y saneados y ni ésta ni otras pequeñas catástrofes financieras van a servirle como escarmiento.

Suscríbete a Cantabria Económica
Ver más

Artículos relacionados

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Botón volver arriba
Escucha ahora