Editorial

En una de estas pugnas, acaecida en 1999, los controladores lograron que su jornada laboral anual se redujese a 1.200 horas, sobre las que además hay que aplicar un descanso del 33% del tiempo si el trabajo es diurno y del 50% en los nocturnos, lo que permite vislumbrar cómo se pueden acumular tantísimas horas extras. Y si un horario tan relajado se justificó para compensar un trabajo con mucho estrés, habrá que buscar al inconsciente que luego permite que la jornada se alargue hasta el infinito para sumar unas horas extras que se pagan a precio de sultán de Brunei.

Todo es tan inconsecuente como lo que ocurre con los inspectores de Trabajo. Si el ministro reconoce que España tiene al menos un 16% de su economía sumergida (unos 20 billones de las antiguas pesetas) y se jacta de que sus inspectores han aflorado el año pasado mil millones de euros para la Seguridad Social, lo lógico es que reclute a cuantos pueda, porque es un chollo para el sistema. Cada uno produce muchísimo más de lo que cuesta.
Y ya, puestos a tocar las narices, no estaría de más que el Gobierno abordase la situación de otros colectivos profesionales que han convertido sus plazas en un usufructo, como los registradores de la propiedad que no ejercen y ceden la plaza a otro, a cambio de una renta anual superior a los 25 millones de pesetas, lo que no está nada mal por quedarse en casa. Un arrendamiento que Rajoy no ha querido aclarar si él mismo cobra, ya que tiene cedida su plaza.

Ahora que se ha puesto en entredicho la capacidad del sector privado de remunerar como desee a sus ejecutivos e incluso se consideran inmorales las cantidades pagadas a algunos futbolistas no estaría de más que aflorasen las cuantías que la propia Administración consiente en su propio seno. Es cierto que en todos estos casos suelen ser remuneraciones variables y, con la crisis, se han reducido considerablemente. Los controladores aéreos hacen menos horas extras porque han descendido los vuelos, los registradores registran menos y los notarios dan menos fes que en las parroquias obreras, pero eso no es óbice para replantearse un sistema que permite que algunos colectivos profesionales tengan la sartén por el mango.
Que el Gobierno se vea obligado a importar miles de médicos extranjeros para cubrir las plazas de los hospitales mientras deja que sean los propios licenciados los que decidan cuántos alumnos entran cada año en cada facultad de Medicina parece incomprensible. Quien sufraga la formación deja su soberanía en manos del colectivo profesional, que curiosamente es el que más se beneficia de mantener muy restringido el acceso a la profesión. Y esta política tan extraña, en la que quien paga no decide, no sólo produce una escasez artificial de médicos, sino que impide que brillantes estudiantes con vocación puedan llegar a estudiar Medicina, al menos en Cantabria, donde el umbral de entrada se coloca en niveles casi inalcanzables. Mientras tanto, Sanidad asiste al proceso como Don Tancredo.
¿Admitiría alguien que los periodistas decidiésemos cuántos pueden entrar en la profesión para evitar que se envilezcan los salarios? Pues la receta vale para todos.

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