Editorial

Definitivamente, en la batalla de los funcionarios gana siempre David, entre otras cosas, porque Goliat suele ser un gigantón henchido de poder que satisface su ego con gobernar de puertas para afuera. De puertas para adentro, esa nebulosa compleja que es la Administración se gobierna a sí misma, quizá por dejadez de los políticos o quizá porque las leyes y los reglamentos las siguen redactando los funcionarios en última instancia, y eso ha preservado unos privilegios cada día más cuestionables en un mundo donde todo lo demás está sometido a incertidumbres y, sobre todo, el empleo. El problema llega a ser sangrante en los cuerpos especiales, auténticas castas intocables, gobierne quien gobierne.
Del Olmo, que probablemente ha sido uno de los mejores consejeros de Industria, ha sido, en cambio, el más torpe en comprender y asumir estas circunstancias. Él, que embestía los problemas como un miura, no ha caído por la herencia envenenada de GFB, donde nadie sabe si alguna vez recuperaremos la ingente cantidad de dinero público que se ha metido en ese proyecto, ni por las presiones que están ejerciendo los empresarios del sector eólico para quedarse las demarcaciones, ni por las visas de Sodercan, ni por el boicot de los camioneros mientras estuvo en el Puerto. Ha caído por hacer dos despidos que estatutariamente no podía hacer. Las cosas son así. Cualquiera que haya pasado por la política sabe que un consejero no corre el riesgo de ir a la cárcel si una carretera que valía 1.000 acaba costando 5.000, pero puede pagarlo muy caro si se salta el procedimiento administrativo en un expediente, porque los jueces procuran no mojarse en todo aquello que pueda tener opiniones contradictorias pero no sueltan la presa cuando es chica y poco refutable. Que Hormaechea, después de dejar un agujero de 100.000 millones de pesetas, sólo estuviese a punto de ir a la cárcel por unos carteles y unos anuncios en la prensa lo corrobora sobradamente.

Si el impetuoso Del Olmo hubiese sido consciente de que el político sólo debe preocuparse por el mundo exterior le hubiese ido bastante mejor. Habría sobrevivido y al final hubiésemos tenido que reconocer la utilidad de un carácter fuerte como el suyo para sacarle las contrapartidas suficientes al lobby de los aerogeneradores, porque ya no es admisible entregar media región a cambio de unos pocos empleos de vigilantes en los parques de molinos; o su osadía de amenazar con el concurso de acreedores a una GFB aún nonata si el socio mayoritario no es capaz de ponerla en marcha.
Juanjo Sota tendrá que lidiar con estos problemas y con muchos otros, porque en tiempos de crisis ser consejero de Industria no es ningún regalo. Desgraciadamente, a él no le tocará cortar muchas cintas de nuevas fábricas, sino evitar que se le mueran las que existen y, tal como están las cosas, eso va a resultar un auténtico milagro. Ojalá tenga suerte.

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