Editorial

Empezamos las campañas de saneamiento antes que otras regiones y gastábamos más, pero la enfermedad repuntaba una y otra vez en porcentajes intolerables, hasta el punto que parecía un endemismo local. A fuerza de convivir, llegamos a confraternizar tanto con ella que por rutina se le asignaban cada año entre mil y mil quinientos millones de pesetas para pagar las indemnizaciones a los ganaderos afectados, como si la Administración pública tuviese una extraña capacidad para intuir las epidemias del año siguiente. Era algo así como fijar en los Presupuestos regionales una partida cuantiosa para terremotos o para tsunamis y, además, acertar.

Tanta previsión resultaba sospechosa, pero se basaba en la propia filosofía con la que se combatía la enfermedad. Se luchaba para ‘controlar’ la brucelosis, no para erradicarla. Así se perpetuaba y, como todos los males insidiosos, acabó por crear su propia industria: ganaderos con pocos escrúpulos y peores hatos de animales, tratantes, trapichantes, entradores, mataderos e incluso veterinarios de campaña llegaron a centrar su forma de subsistencia alrededor de este problema sanitario, remunerado con los ingresos de las indemnizaciones y la posibilidad de vender la carne. Frente a unos cuantos tramposos, los ganaderos de buena fe que sufrían el contagio en sus cuadras padecían desolados el vaciado de sus establos, en su caso de más valor que las indemnizaciones.

Quintanal rompió una dinámica de décadas, al entrar sin complejos en la erradicación de la enfermedad y no solo en el control. Eso supuso actuar con mano de hierro, lo que no solo afectó a los defraudadores sino también a cualquier establo que mostrase el menor síntoma de contagio. Una durísima, costosa y arriesgada política que muy pocos se hubiesen atrevido a llevar a cabo y que fue amparada por un consejero como Oria, al que tampoco le tembló la mano ante las presiones y amenazas, lo que demuestra la conveniencia de que los responsables de algunas áreas tengan un origen ajeno al ámbito sobre el que van a decidir (Oria procede de la enseñanza) para valorar las circunstancias con una cierta distancia.
Los ganaderos padecen muchos otros problemas –sanitarios incluidos– pero ganarle la batalla a la brucelosis, después de los ingentes recursos que hemos empleado en ella durante medio siglo y ganársela a las personas que han toreado a la Administración a lo largo de décadas merece el reconocimiento de todos, aunque no resulte tan visible como tener nuevas fábricas. Y quizá sirva para llegar a comprender que la condescendencia que tradicionalmente aplican muchas consejerías y ayuntamientos hacia particulares y colectivos que de forma contumaz desafían las leyes no es una muestra de comprensión sino de debilidad.
Es entendible que los políticos prefieran el halago al conflicto, pero cuando llegan a ser conscientes del problema que causa esa actitud, los grupos de intereses propiciados por estas debilidades han crecido tanto que tienen más poder que el propio cargo público y para demostrárselo no dudan en someterle a retos e, incluso, a chantajes. Por suerte, hay veces, como ha ocurrido con la brucelosis, que la batalla no está definitivamente perdida, aunque hemos necesitado medio siglo y cantidades ingentes de dinero para ganarla.

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