Editorial

La financiación de los partidos políticos se ha convertido, de nuevo, en objeto de polémica. Quizá no deje de serlo nunca pero, al menos habrá que intentar poner un poco de credibilidad en un terreno que ahora está abonado por la hipocresía. Todo el mundo sabe que en una campaña electoral se gasta mucho más de lo que la ley autoriza. Todo el mundo es consciente de que los partidos mantienen un estado de asfixia económica permanente y que esa debilidad les hace peligrosamente dependientes de sus financiadores. Un problema que no es exclusivamente español. Aquí nos envió Bush un embajador cuyo único mérito había sido sufragar con unas decenas de miles de dólares la campaña en la que salió elegido presidente, lo que demuestra hasta qué punto puede ser rentable una aportación “desinteresada”.
La ciudadanía no es consciente de esa extraordinaria endeblez económica de los partidos, pero sí lo son sus financiadores, ante los que tienen que desnudar todas sus miserias económicas. Quien puede hacer leyes que cambien de la noche a la mañana un sector entero o puede decidir contratos multimillonarios desde un Consejo de Ministros, paradójicamente no puede afrontar el crédito que contrató para pagar una campaña electoral y eso abre flancos por los que se cuelan los favores políticos y las presiones.

El cinismo es suponer que eso sólo ocurre con algunos partidos. La realidad es que las cuotas de los afiliados sólo sufragan una mínima fracción de los gastos de todos ellos y el resto llega por la vía de la financiación pública (asignaciones a grupos parlamentarios, compensaciones por escaños obtenidos, etc.), aportaciones de particulares y empresas o por vías non sanctas. Estas dos últimas son, obviamente, las problemáticas. Las donaciones, porque al no tener nombre ni apellido –el PP se ha opuesto siempre a consensuar una regulación que obligue a identificarlas– induce a la sospecha. La recaudación preelectoral entre empresarios porque permite gastar 2,5 millones de euros, como emplearon algunos partidos en la campaña de las últimas regionales cántabras, y declarar sólo la décima parte. Es dinero que llega de las constructoras, de algún industrial –pocos– y, en general, de quienes luego han de vivir de los contratos públicos o han de solicitar licencias. Patrocinadores forzados, que acaban por considerar esta contribución como un coste más de su negocio y no dudan en financiar a varias formaciones políticas a la vez, para repartir el dinero entre todas las cestas y cubrirse ante cualquier eventualidad.
En realidad, es un gasto pequeño para las utilidades que suele deparar. Y los partidos quedan atrapados en esta red de favores que casi nunca se hacen a cambio de nada. Incluso, en la red de los recaudadores, porque para todo hay intermediarios y más en una actividad en donde hay que recurrir a testaferros para no dejar pistas.

Necesitamos una rápida regulación de la financiación política y quizá una mayor generosidad en la aportación pública para evitarles caer en tentaciones, pero que nadie crea que con eso se resuelve el problema. Los partidos siempre serán deficitarios. Por eso, no sólo hace falta transparencia en lo que reciben, sino también en lo que gastan, con un sistema de auditoría mucho más estricto que el actual.
En cualquier caso, nadie esta libre de culpas, ni siquiera la ciudadanía. ¿Hasta qué punto está dispuesto un español a aceptar que una empresa aparezca públicamente como financiadora de un partido político determinado, si estamos viendo que por el mero hecho de tener una localización geográfica concreta puede ser sometida a un boicot? Hay grandes compañías que hacen aportaciones a los partidos pero ni siquiera se atreven a llevar el tema a su consejo de administración –lo cual es ilegal– y, mucho menos, a comunicárselo a sus accionistas, conscientes de que eso puede provocar dos bandos enfrentados en su junta general.
En realidad, el problema no es dar el dinero, sino que se sepa. Y así llegamos a la curiosa situación de que nos escandaliza la financiación privada de los partidos y no queremos incrementar la financiación pública. En realidad, lo que preferimos es no enterarnos de cómo resuelve cada uno de ellos sus apuros. Y así no hay solución posible.

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