Editorial
Todos hemos tenido que readaptarnos, y los ganaderos más que nadie, pero eso no garantiza el éxito, como comprueban cada día. En un sistema que únicamente valora el precio y con un método de producción basado en el pienso y no en los campos de forraje, el camino que emprendimos hace muchos años conduce a un solo productor que consiga las mayores economías de escala posibles y que tenga su ganadería a las puertas de la central lechera, para pagar transportes. Él podrá sobrevivir entregando toda la leche a precio de agua pero todos los demás sobran.
Contra esa lógica económica no es fácil luchar, ahora que han desaparecido las cuotas lecheras, esas licencias que en los años 80 y 90 fueron consideradas como una rendición ofensiva para el campo español y que después demostraron ser la mejor defensa posible para los pequeños productores, aunque resulte políticamente más rentable echar pestes de las decisiones comunitarias que reconocer sus aciertos.
Los efectos de la supresión de las cuotas los tenemos ahí y no son muy distintos a los que se imaginaban. Si cualquiera que tenga un coche pudiese convertirse en taxista con la única condición de pintar una raya horizontal en la puerta, el negocio del taxi duraría una mañana y el de la leche libre de restricciones durará poco más, por mucho que se intenten preservar las recogidas con el sistema de contratos. Las industrias, que ya no están sometidas a un régimen de escasez de materia prima, antes o después abandonarán las rutas más caras –las de montaña– donde los ganaderos están más dispersos y producen menos. Por tanto, gran parte de la región se quedará sin la única actividad económica que ahora malsostiene la población en esos territorios. Y lo que es un problema económico se convertirá, además, en un problema sociológico y político: media Cantabria se vaciará de personas y se llenará de zarzas. Para mayor desánimo, este vaciado de población se producirá después de tres décadas de inversiones para lograr que todos los pueblos tengan luz, agua corriente, calles asfaltadas, depuración, alumbrados y unas carreteras más que decentes.
Parece difícil preocuparse por esta desertización cuando hay sobre la mesa otros problemas más urgentes, como aplazar la deuda pública regional o detener la endiablada bola de nieve de Nestor Martin, donde las alternativas son perder mucho o perder aún más. Pero lo que ocurra en el medio rural es mucho más importante para Cantabria que el AVE y un partido como el PRC debiera entenderlo así. Hasta ahora, nos hemos conformado con hacer un recuento a la baja del censo ganadero que, como los de la NASA, va camino del punto cero. Sólo quedan 1.200 explotaciones que entreguen leche de las 25.000 que había a comienzos de los años 80 y pronto tendremos que empezar a tachar pueblos enteros donde no habrá ni un solo ganadero, lo que es tanto como decir ni un solo rendimiento económico que no sea el cobro de la pensión. Un panorama desolador para el que no hay más alternativa que el turismo rural. El invento de las casas de labranza ha tenido un desarrollo espectacular en Cantabria pero ni genera un volumen de recursos suficiente como para sostener tanto territorio ni está suficientemente representado en amplias zonas, como Soba, por lo que no puede dejarse sobre sus hombros semejante responsabilidad.
Dice un proverbio que más vale cabra que da leche que vaca seca y probablemente sea el momento de buscar en la calidad de la leche, y no en la cantidad, la salida para un producto y para unos pueblos que no tienen muchas más; ni conducir camiones, como en los años 70 y 80, ni la construcción, como en las dos últimas décadas. Cualquier solución será mejor que quedarse a lamentar cómo se vacía la región.