Editorial

Como en el juego de las siete y media, uno sólo suele ser consciente de la demasía cuando se ha pasado. No hacía falta ser un gurú para suponer que, en un país donde se construyen 800.000 viviendas al año para una demanda de 400.000, antes o después se quedarían muchas sin vender, pero sigue habiendo quien cree que la solución está en hacer más. Que las administraciones públicas actúen como promotores para sustituir a los que abandonan trasquilados o los que se reservan para tiempos mejores. Algo perfectamente inútil. Hace meses que el problema no es de oferta sino de demanda. No hay compradores y no los habrá aunque se reincentive fiscalmente la primera vivienda, porque en España, de cada diez casas que se vendían, seis eran para segunda residencia o como inversión y es imposible sustituir a toda esa clientela que ahora busca otros aires para su patrimonio. Y tanto énfasis como se ha puesto en la VPO se quedará en nada, puesto que cuando lleguen las actuaciones públicas, si es que llegan, ya habrá muchas viviendas disponibles en el mercado a mejor precio.

Pronto empezaremos a ver que no eran tan necesarias las calificaciones masivas de suelo que hace unos meses parecían angustiosamente urgentes. Que el poderoso entramado de las grandes inmobiliarias era extraordinariamente endeble y que la ingente cantidad de dinero que ha entrado en el sector no ha servido para hacer grupos más fuertes, sino más débiles, porque la ambición ha llegado aún más lejos. Ya pasó en 1990. El mismo gobierno de Juan Hormaechea que hizo ricos a un puñado de constructores, estuvo a punto de llevarles a la ruina cuando llegó la crisis. Algunas de las empresas líderes de entonces, como Monobra, nunca llegaron a recuperarse. Otras dejaron muchos pelos en las gateras y el hundimiento de constructoras e inmobiliarias acabó por poner a la Caja en peligro. Ahora, la Caja se ha cubierto más que nunca y las grandes constructoras han aprendido a diversificarse, pero el ejemplo puede servir en términos generales.

Es verdad que el dinero, a diferencia de la energía, se puede crear, pero cualquier procedimiento que lo multiplique con tanta rapidez ha de tener riesgos intrínsecos porque, de lo contrario, sólo habría ricos. Esos riesgos del minifundismo inmobiliario que las administraciones y los promotores han cultivado con tanto empeño en Cantabria se verán ahora y afectarán, aguas abajo, a quienes no tendrían por qué padecerlos. A unos, porque se quedarán sin actividad y a otros, porque se quedarán sin cobrar.
Tampoco se va a librar el sector público, que se llena de incertidumbres ¿Qué pasará con los psires, con la macrourbanización de Reocín que tenía que hacer SEOP, con los ayuntamientos que vivían de las licencias, con los gobernantes que creyeron que manejar el urbanismo y las empresas era el auténtico erotismo del poder?
De todo ello no va a quedar casi nada y la razón es muy evidente: todo el mundo tomará distancias de la construcción, como si fuese un sector apestado, algo que ya han hecho los bancos y las cajas, sin tener en cuenta que el virus lo inocularon ellos. Como todas las crisis, va a servir para poner un poco de orden en algo que estaba totalmente desmadrado, un juego de palé que tenía demasiados jugadores, empezando por los alcaldes. El hecho de que el de Castro Urdiales ya tenga a remojar sus barbas indica el comienzo de una nueva época. Nos espera una digestión larga y muy pesada, pero nadie dijo que los ladrillos fueran light.

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