Editorial

El cambio en el equipo rectoral de la Universidad Menéndez Pelayo tiene más trascendencia para Cantabria de lo que a menudo suponemos. Aunque tengamos que reconocer que su existencia y la vida de muchos cántabros no se van a cruzar nunca, ha sido nuestra ventana al mundo, incluso durante la Dictadura. Y si hoy en los campus de las universidades más reconocidas siempre habrá alguien que sepa de Santander se lo debemos a su existencia.
La UIMP siempre ha tenido muchos defectos, pero ha podido con todos ellos, excepto con la languidez y el aburrimiento de la última época. El equipo anterior hace tiempo que estaba agotado –los mandatos no pueden prolongarse tanto tiempo– y se había caído en un marasmo institucional que poco o nada tenía que ver con el espíritu librepensador con que se creó la Universidad de Verano. No cabe extrañarse, por tanto, de la progresiva pérdida de relevancia nacional y la preocupante ausencia de alumnos en muchos de los cursos.
El anterior rector prometió, cuando llegó al cargo, reconvertir la UIMP en una institución “académica”. No sólo fue una crítica poco elegante a su predecesor, Ernest Lluch, sino que ni siquiera respondió a la realidad. La Universidad se politizó más que nunca. No había semana sin ministro, y algunos lunes, hasta tres, quizá por la dependencia económica originada por un presupuesto muy escueto, que ha obligado a la UIMP a buscar recursos externos y, en un país de paradojas, esos recursos han vuelto a salir del bolsillo del Estado, aunque en lugar de hacerlo del presupuesto del Ministerio de Educación saliesen a través de los patrocinios de otros Ministerios, deseosos de tener una plataforma para el lucimiento de su titular y conseguir dos minutos en algún telediario veraniego.

La UIMP no era esto y no debe seguir siéndolo. El nuevo equipo se ha encontrado con la programación hecha y esperemos que el próximo año, cuando demuestre sus ideas, sea capaz de oxigenar el viejo caserón de La Magdalena, cuya rehabilitación como edificio ha coincidido –más paradojas– con su agostamiento como institución. Y ojalá sea capaz de encontrarle una utilidad al Palacio en invierno. Cuando se reinauguró, en 1995, el Ayuntamiento de Santander nos prometió a todos que sabría rentabilizar los 5.500 millones gastados con una prolongación de la vida académica al resto del año. Aún estamos esperando que esa ampliación de sus usos depare algo de más enjundia que el servir de encuadre fotográfico para algunas bodas.

Nadie duda que, por emplazamiento y prestigio, La Magdalena puede ser una sede extraordinaria para llevar a cabo cursos de posgrado. Pero también es cierto que el terreno de juego ordinario de la UIMP cada vez tiene más competidores y quizá no dé para tantos. Las universidades de verano han surgido como setas por todo el país y, como tantas otras cosas, cada comunidad desea tener la suya. Resulta imposible evitarlo. Pero parece más difícil de entender que dentro de un ámbito tan pequeño como el de nuestra región, la Universidad de Cantabria compita con más de cien cursos, una cantidad que no se corresponde con su capacidad real para movilizar alumnos. El sector público puede con todo, pero hace tiempo que da la sensación de que los cursos de verano se programan en función de los profesores y de los posibles patrocinadores y no del alumnado, algo que contraviene cualquier principio de la lógica académica y de la economía de recursos. Ninguna universidad del mundo se puede permitir el lujo de dar cursos para uno, dos, tres o cinco matriculados. Va siendo hora de poner orden en este desaguisado.

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