Editorial

Casi siempre son mecanismos para eludir nuestra propia responsabilidad. Y no es un problema específico de Cantabria, sino de todas las autonomías, sin excepción. Quienes se atribuyen sin empacho los éxitos, no dudan en responsabilizar a los demás –casi siempre al Estado- de los fracasos.

Cantabria Económica ha reflejado en este tiempo la reconstrucción de la región, después de una primera década de autonomía caótica, y cómo hemos superado la profunda pérdida de confianza en la que había caído. Eso no significa que todas las incertidumbres hayan desaparecido. Cada mes, afloramos algunas de ellas: No tenemos investigación; las industrias que siguen sosteniendo la economía regional fabrican productos nacidos a comienzos del siglo XX; todo el sector de la automoción corre el riesgo de ser reemplazado por fabricantes de países emergentes con costes más baratos y nuestro medio ambiente está siendo dilapidado a una velocidad vertiginosa. Pero, con todo, el problema más difícil de resolver es el tamaño. Sin ninguna ciudad de cierta dimensión es muy difícil seguir la estela de las economías modernas, que necesitan grandes centros de consumo y, por tanto, de población. El secreto de la economía capitalista, como el de las pizzas, está en la masa. Incluso para los servicios públicos, las pequeñas poblaciones resultan demasiado caras y un ejemplo de ello serán los más de 5.000 millones de pesetas que se van a gastar para que los vecinos de Campoo tengan un hospital digno.
Si quiere superar esta circunstancia, Cantabria tendrá que diferenciarse y ofrecer lo que no ofrezcan otros. Quizá el camino lo muestre el proyecto de Comillas, si algún día llegamos a saber en qué se concreta, dado que después de dos años seguimos donde empezamos. Pero encontrar las soluciones no es un problema exclusivo de los políticos. La autonomía ha producido un efecto indeseado, el de crear una entramado económico cada vez más vinculado a la Administración. El objetivo de la mayoría de los particulares es convertirse en funcionarios –aspiración tradicional de las sociedades pobres– y el de las empresas, el conseguir contratos del sector público o, al menos, ayudas o suelo subvencionado. Si a esto le añadimos las inevitables licencias, la dependencia de la Administración llega a ser enfermiza y con un evidente peligro de que las relaciones caigan en el trato de favor.

En algún tiempo hubo que reclamar que la sociedad española se secularizase, para apartar la vida religiosa de la administrativa. Ahora nos vemos en la necesidad de pedir que se separe la política de la microeconomía (aquella que tiene nombres y apellidos) por bienintencionada que sea esta actitud de tutela. Los gobiernos no abren ni cierran fábricas, les sobra con el esfuerzo de ofrecer las condiciones para que funcionen. Al acabarse las subvenciones del Objetivo I vamos a ver hasta qué punto las ayudas han creado una economía ficticia que sólo se sostiene mientras permanece enganchada al gotero de la ayuda pública.
Esto no es un púlpito y quizá sea pretencioso hacer advertencias a quienes a buen seguro lo conocen, pero la experiencia de estos 150 números demuestra que en política muchas veces se toma el camino más popular y no el más sensato. Aún a riesgo de navegar contra corriente, seguiremos insistiendo.

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