Editorial

La vivienda ha duplicado su precio en España desde 1997. Ningún otro producto terminado ha tenido una evolución semejante, hasta el punto que se ha convertido, claramente, en un objeto de lujo. ¿Por qué puede ocurrir una cosa semejante cuando los costes de construcción, a excepción del suelo, han tenido una evolución moderada? Lisa y llanamente porque nos encontramos en un mercado que funciona como un monopolio, aunque nadie quiera reconocerlo. El precio final no se calcula por los inputs, sino como lo haría un monopolista, valorando lo máximo que puede llegar a pagar un comprador. De esta forma, todo lo que supuestamente debe ir dirigido a facilitar el acceso a la vivienda, a la postre lo perjudica.
Puesto que el promotor evalúa el máximo esfuerzo que su cliente puede llegar a realizar, si bajan los tipos de interés, sabe que podrá poner los precios más altos. Y si, además, los bancos permiten pagar la hipoteca en un plazo más dilatado, volverá a subir los precios, porque quien había calculado que sus ingresos mensuales le permitían endeudarse en veinte, ahora estará dispuesto a hacerlo en cuarenta.
Las paradojas de este mercado llegan al punto de convertir las subvenciones en inútiles, porque el vendedor de la vivienda sube el precio en la misma proporción a la vista de que su cliente adquiere mayor capacidad de compra.

La situación es disparata por sus efectos sociales, pero tiene toda la lógica económica del mundo. Lo que hay que analizar son los motivos que convierten la vivienda en un mercado monopolista. En teoría, debiera ser la escasez, pero las estadísticas aseguran que en España se construye tanto como en Francia y Alemania juntas, con cuatro veces menos población. La otra supuesta razón es el precio del suelo, pero eso no justificaría el que subiese en la misma proporción el precio de la vivienda usada donde la repercusión de suelo es cero. El vendedor de estas viviendas se limita a convertir en plusvalías la expectativa del comprador de que, si hubiese que construirla hoy en ese mismo lugar, el coste de suelo sería elevado.
Dado que todo ello se basa en hipótesis irreales, habrá que suponer que, como es habitual en las burbujas económicas, todos los miembros del mercado se comportan como especuladores y ya resulta indiferente cuál sea el valor real. Quien vende se aprovecha de una demanda dispuesta a pagar hasta donde le llegue el aliento. Quien compra siempre piensa que, por caro que sea, hará un buen negocio, ya que más tarde otro le pagará bastante más. Y como todas las burbujas, sólo puede acabar con un estallido, porque el fenómeno tiene unas bases psicológicas que lo perturban todo, incluso la razón de muchos expertos que se empeñan en justificar estos precios.

Todo esto no tendría la importancia que tiene de no implicar a millones de familias que se han endeudado hasta las cejas y que pueden ocasionar una crisis en cadena en el momento en que suba el desempleo. Y eso, en un horizonte tan largo como el de las actuales hipotecas que prácticamente obligan a pagar hasta la jubilación, pasará antes o después. Pero pasarán muchas más cosas, inesperadas para quienes las sufran pero predecibles estadísticamente. Uno de cada tres matrimonios se romperá y el cónyuge que se quede con el piso tendrá serios problemas para seguir pagando la cuota mensual. Otros enviudarán prematuramente. Y decenas de miles de viviendas pasarán por estas circunstancias a los bancos, que tendrán que liquidarlas creando una sobreoferta que afectará a los precios. Y pasará también que en la siguiente cohorte de españoles que van a en entrar en edad matrimonial apenas sumarán la mitad de los que llegaron con la anterior, por lo que en pocos años serán muchas más las casas que se vacíen por el fallecimiento de los ocupantes que las necesitadas por las nuevas parejas. Demasiados factores de incertidumbre que nadie parece tener en cuenta, como ocurre con todos los negocios saneados hasta que dejan de serlo. Preparémonos para el batacazo.

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