Editorial

Pero llegaron la informática, las comunicaciones instantáneas y la popularización de acceso a la ciencia y esa democracia del conocimiento ha provocado que todos lo queramos saber todo y, por supuesto, de una forma consistente. A casi nadie le basta con explicaciones milagreras.
Las cosas iban razonablemente bien con esta mezcla de racionalismo y wikipedia hasta que dejaron de salirnos las cuentas: Las comunidades autónomas españolas, que al parecer eran un desastre de gestión, sumaban una deuda equivalente al 15% del PIB nacional cuando estaban descontroladas en 2007, y ahora que son estrictas cumplidoras de la doctrina del ajuste suman ya el 21,5%. ¿Que no lo entienden? Pues hay muchos más ejemplos de la misma lógica: Nos proponen subir el IVA para bajar los impuestos. ¿Que tampoco lo entienden? Los expertos sí. Incluso podrían explicarnos por qué España es el país con tipos de IRPF más altos (en Cantabria superamos a Suecia, Noruega y Dinamarca) y, sin embargo, somos de los que menos recaudamos. O algo tan estimulante para la ira como la sugerencia de aumentar la fiscalidad sobre las viviendas a través de revalorizaciones permanentes del catastro, cuando los propietarios son conscientes de que su valor de mercado es más reducido cada día.

Con todo, lo más difícil de asimilar es lo que ocurre con la economía de Cantabria, que el Gobierno ve casi boyante y la ciudadanía azul oscuro casi negro. No sabemos si salimos del túnel o estamos perforando otro paralelo hacia ninguna parte, porque los datos del Banco de España confirman lo que se temía el ciudadano de a pie. 2013 ha sido el segundo peor año de la crisis para Cantabria, con una recaída del PIB (-1,9%) y con una de las peores evoluciones de todo el país.

Mientras España fue religiosa, nos bastaba con no entender el misterio de la Santísima Trinidad. El resto, más o menos, lo teníamos claro. Ahora, con cantidades ingentes de información, cada vez lo tenemos todo más oscuro. No acabamos de ver la recuperación que tan clara divisa el Gobierno, no podemos entender que cada ley que aprueba el Ejecutivo cántabro sea considerada inconstitucional por otro Gobierno del mismo color político en Madrid, ni cómo es posible que alguien se cargue el Plan Eólico de sus antecesores por la supuesta chapuza de no estar aprobado el Plenercan; que haga otra ley de reparto sin haber aprobado el susodicho Plenercan y que, para colmo, el Estado recurra la nueva ley diciendo, entre otras cosas, que ese condicionamiento es completamente innecesario. ¿En qué creemos, entonces?
No sabemos de quién fiarnos y estamos condenados a poner en cuestión casi todo lo que teníamos: los políticos, los banqueros, la patronal, los sindicatos, los cursos de formación… Sin algo nuevo a lo que agarrarnos y con todo lo que teníamos puesto en duda, quizá sea el momento de replantearnos el modelo de confrontación en el que nos hemos instalado. Es evidente que cuando las cosas ruedan bien nadie tiene el menor interés en hacer autocrítica pero ahora tenemos ya muy poco que perder. Repasemos a fondo lo que hemos hecho mal, descubramos lo que hacemos aceptablemente –que es más de lo que creemos– y busquemos una salida consensuada a una política de pleitos y más pleitos, exacerbada por el Gobierno, que ni conduce a la recuperación ni conduce a nada positivo y que ha acabado por envolver al propio Ejecutivo. Hemos pasado de adorar a los bancos a entusiasmarnos con los banquillos pero la política del escarnio, que siempre alivió a las masas cuando escaseaba el dinero, tiene muy poco recorrido en el mundo actual.

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