Compromisos

El Plan de Gobernanza parece alejado varios siglos idiomáticos del Top 20 que lanzó el anterior Ejecutivo, pero en el fondo es lo mismo. Suene a novela cervantina o a los 40 Principales, en el fondo es un compromiso con los administrados mucho más eficaz que los programas electorales, esos que nadie lee pero cuyo cumplimiento todo el mundo reclama.
Poner fechas a las acciones de Gobierno exige una notable valentía, porque si por algo se caracteriza el sector público, desde antes de Larra a hoy, es que casi todo es para mañana y lo de mañana es para nunca. El precio a pagar por un acto de este tipo es que el cumplimiento de lo prometido no aporta réditos electorales y, en cambio, el incumplimiento de cualquiera de las 300 medidas propuestas será una baza que la oposición no dejará de utilizar. Y estadísticamente, puede darse por seguro que serán bastantes las que se queden colgadas. La experiencia del Top 20 de Martínez Sieso es que sólo un 20% se cumplieron en plazo y que buena parte de los famosos proyectos estrella, como la nueva sede del Gobierno o el Museo de los Cántabros, no se han cumplido hasta el día de hoy y probablemente tarden mucho más.
Está bien comprometerse, aunque en política resulte poco rentable. Pero seguimos teniendo una desviación en favor de las propuestas de gasto. Como en los clubs de fútbol, el electorado prefiere los fichajes galácticos a los presidentes que se ajustan el cinturón, incluso en el caso de que lleven al equipo a la ruina financiera y el político sabe que venden mucho más los anuncios de gasto que los de ahorro. No obstante, vivimos en una sociedad democráticamente madura que exige cambiar alguna de las pautas anteriores. Es cierto que España partía de un déficit muy notable de infraestructuras de todo tipo, pero gracias a su propio esfuerzo económico y a la inestimable ayuda de Bruselas, ha completado la mayor parte de sus equipamientos básicos, por más que en este terreno nunca queden satisfechas todas las expectativas.

Ha llegado el momento de plantearse otros objetivos complementarios, y uno de los principales es el del control del gasto en la administración pública. El libro de la Gobernanza recoge algunas medidas de ahorro en el capítulo de los consumos, con medidas tan obvias como centralizar algunos dispendios que ahora cada consejería hace por su cuenta. Pero no es suficiente con ahorrar diez millones de euros de aquí a final de legislatura cuando el capítulo de personal crece a ritmos meteóricos. Es difícil de entender que la nómina siga aumentando mientras gran parte de las actividades del Gobierno han pasado a empresas públicas, entes autónomos y organismos de todo tipo.

Es imprescindible reformar la Administración de arriba abajo y establecer los costes reales de cada servicio que presta y compararlos con los que tendría en el mercado privado. Habrá muchos que subcontratados podrían hacerse por la tercera parte de lo que ahora le cuestan al ciudadano. La racionalidad económica de la Administración debe ser una exigencia de los electores, exactamente igual que piden carreteras o piden escuelas. Todo lo que no sea eficiente –no confundir con rentable– no tiene ninguna justificación, y hay que tener la valentía de reconocerlo. Pero quizá pasen décadas hasta que exista una demanda ciudadana en este sentido. Por el momento, nos seguimos conformando con aquellos mensajes que los periodistas llamábamos en argot un sevaahacer. Lo importante era alimentar cada día las páginas de los periódicos con un sevaahacer. Otra cosa es que se hiciese, algo que casi nadie se molestaba en comprobar, excepto los más directamente afectados. Tanto se abusó de estos anuncios que ahora sólo son creíbles los hemos hecho, y esperemos que, en el futuro, el contenido tenga que ser aún más explícito y nos diga también con qué eficiencia económica se hizo. Eso forma parte de la calidad democrática.

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