Editorial

La reacción de Iberia al denunciar las subvenciones que Ryanair recibe en Cantabria podría ser entendible de no darse dos circunstancias muy concretas. La primera, que los vuelos internacionales de la aerolínea irlandesa no compiten directamente con los suyos, sino que, por contrario, pueden aportarles clientela, puesto que resultan perfectamente complementarios. Eso sí, siempre que el pasajero evite darle vueltas al hecho de que el billete interior le va a costar tres o cuatro veces más que el de largo recorrido. Pero lo que es mucho menos entendible es que Iberia considere que la subvención altera las reglas de la competencia cuando su operador en Cantabria, la compañía AirNostrum, también está recibiendo del Gobierno cántabro 696.000 euros al año (unos 115 millones de pesetas) y, en este caso, a cambio de nada. Que pueda quejarse el ferry, que se ha encontrado con una inesperada competencia y no recibe ninguna ayuda desde el 2000, es perfectamente comprensible, pero no lo es que proteste alguien que es beneficiario de las mismas subvenciones que cuestiona.
El asunto de las ayudas públicas es vidrioso. Es cierto que vulneran la legalidad, pero también es cierto que en ocasiones como esta, son una clara palanca para el desarrollo de las regiones. Si se aplicase un criterio idéntico, las subvenciones del Objetivo I que han beneficiado a numerosas empresas de esta y otras regiones también podrían ser consideradas desleales y la UE no lo entiende así. Es muy difícil de explicar en términos de libre mercado que una conservera que se asiente en Ontón, por ejemplo, reciba a fondo perdido un 60% de las inversiones que realice, mientras que otra que lo haga dos kilómetros más allá, en territorio vasco, no tenga derecho a la subvención. Obviamente, aunque las dos sean igual de competitivas y se constituyan con los mismos recursos propios, las posibilidades de éxito de ambas son muy distintas.

Si esa circunstancia es aceptada, porque la Unión Europea valora más el desarrollo homogéneo de las regiones que la propia dinámica del mercado, el caso de los aeropuertos debiera ser entendido con el mismo criterio. Las reglas puras del mercado siempre van a dejar fuera de juego a los pequeños aeropuertos, porque no reúnen clientela suficiente para atraer a las compañías aéreas. Por lo tanto, para todas esas regiones, como la nuestra, no cabe ninguna esperanza de llegar a contar con un sistema de transporte moderno y, desde luego, es impensable el llegar a disponer de vuelos internacionales. Lo mismo podría decirse de los trenes de alta velocidad, con la única diferencia de que, como el Estado es el único operador en ferrocarriles, a casi nadie le importa que la línea haya de sostenerse con un ingente volumen de recursos públicos para absorber las pérdidas de cada año.
Que un aeropuerto como Santander tenga vuelos internacionales diarios con tres grandes ciudades europeas (con seis dentro de un año) era del todo impensable. Suponer que los viajes se iban a ofrecer a precios más baratos que el autobús, se hubiese considerado una fantasía. Y que esto se logre con un coste para el erario público de apenas 1,2 millones de euros al año, directamente hubiera sido motivo de burla.

Al margen de que esta cuantía pueda ser justificada como una promoción del turismo, el mismo concepto por el que se subvencionan los vuelos de AirNostrum, el hecho de disponer de enlaces aéreos es un factor de desarrollo mucho más importante de lo que solemos imaginar. Nos hemos acostumbrado a medir el desarrollo por los metros de asfalto y de cemento, pero esos criterios pertenecen a un mundo anterior. Hoy son otros, y probablemente ninguno tan importante como las conexiones aéreas, porque Mr. Marshall ahora pasa en avión. Todo aquello que quede fuera de las rutas habituales de los aviones quedará al margen de la modernidad, exactamente igual que los pueblos y villas que quedaron lejos de los caminos reales trazados en los siglos XVIII y XIX lo pagaron con un ocaso histórico del que nunca se han recuperado. Bruselas ha pagado muchas de nuestras carreteras para tratar de sacarnos del oscuro agujero en el que empezábamos a caer. Ahora que hemos sacado la cabeza, que no nos deje en otro pozo.

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