El prestigio de la Unión no está dentro

El Instituto Elcano hace estudios que deberían ser recibidos con más atención. Muchos de ellos tienen que ver con la imagen que tiene España dentro y fuera del país y, a día de hoy, cualquier empresa sabe que su imagen en el mercado es su principal patrimonio. Dependiendo de ella, un mismo producto se podrá vender más caro o más barato y ahí reside buena parte de su productividad.

Una de las últimas encuestas del Instituto trata de conocer la opinión que tienen en Iberoamérica de cada uno de los países europeos. España está entre los mejor valorados. En todos ellos, los ciudadanos tienen mejor opinión de nuestra nación que de la suya, con una sola excepción, la de México, un país con una enorme autoestima, esté o no justificada.

España es la segunda del ranking de admiración, solo por detrás de Alemania, una elección que sorprende, porque la forma de vida y la cultura alemana poco tienen que ver con la de esos países americanos. La razón está en que asocian Alemania al liderazgo de la Unión Europea, una institución envidiada en casi todos esos países, donde se han ensayado varias fórmulas de cooperación internacional que no han dado unos frutos parecidos.

Que desde fuera de la Unión Europea tengan una percepción tan positiva (al menos en esa parte del Globo) mientras que dentro haya muchos que, siguiendo la estela de los economistas liberales norteamericanos echen pestes de la UE, no debería sorprender. La Unión, que inicialmente se planteó en términos económicos, se ha convertido en un agente político mucho más importante que cada uno de sus países por separado, lo reconozcamos o no.

Desde fuera se mira con admiración el modelo europeo. Desde dentro, solo nos fijamos en los problemas

A comienzos del siglo XX, uno de cada siete ciudadanos del mundo era europeo, y en Europa residía la cultura, la industria, el dinero… Todo. El resto del mundo, salvo unos incipientes EE UU, que entonces no tenían un papel internacional ni querían tenerlo, era un páramo, y por tanto, nadie discutía el carácter eurocéntrico del planeta.

A comienzos de este siglo, ya solo uno de cada veinticinco ciudadanos del mundo era europeo y el protagonismo político y económico estaba ya mucho más repartido por las distintas áreas geográficas, con un desplazamiento progresivo hacia Oriente. Si ese eje todavía no se ha asentado allí, no faltan muchas décadas para que ocurra, porque China e India no solo tienen tecnología propia equiparable a Occidente sino que suman más de 2.500 millones de habitantes frente a los apenas 500 de Europa.

En estas condiciones, parece imposible defender que nuestro continente pueda seguir pintando algo sin la existencia de la Unión Europea. Con ella, no alcanza una fuerza necesaria como para considerarse una potencia de primer nivel, pero sin ella, cada uno de los países solo sería un reducto de historia, un museo del pasado, con prestigio, pero nada más. El arrepentimiento de muchos británicos que votaron el Brexit es una buena muestra.

El problema de la Unión Europea es que desde dentro vemos las pegas y desde fuera las ventajas. En España lo hubiésemos tenido mucho más crudo sin el rescate bancario y sin los fondos extraordinarios que se habilitaron por la pandemia. Por no hablar de la inmensa ampliación de las posibilidades comerciales o de la permeabilidad cultural que ha producido  la desaparición de fronteras, de los programas de intercambio de alumnos o de las directivas de medio ambiente (¿de verdad tendríamos una red completa de saneamientos a día de hoy si la UE no se hubiese implicado tan a fondo en financiarla y en multarnos por lo no realizado?). ¿Tendríamos la misma red de carreteras sin esa financiación comunitaria?

Por mucho que la opinión pública se fije solo en los aspectos más polémicos de las decisiones comunitarias y haya triunfado la idea de que únicamente está para poner trabas, la realidad es muy distinta. Si hoy es posible volar a precios muy baratos entre países es porque su directiva de Cielos Abiertos acabó para siempre con los monopolios que tenían las compañías de bandera en cada país. Hace bien poco, ha tenido que tomar otra decisión, la de impedir que algunas aerolíneas cobren por el equipaje de cabina.

Asuntos de este tipo se resuelven todos los días en las instituciones comunitarias y son mucho más que meras decisiones económicas. Establecen las reglas de un estándar de vida que no se da en otros lugares, y plantea estrategias de futuro que los países por sí solos nunca tomarían. La presión que lleva haciendo desde hace años sobre los fabricantes de coches ha sido muy dura y quizá resulta excesivamente corto el horizonte que les ha puesto para dejar de producir vehículos de combustión pero hay que reconocer que, hace décadas, la industria europea se tuvo que poner las pilas mientras la americana sesteaba cómodamente con normas mucho más relajadas y eso provocó un adelanto tecnológico que se llevó por delante el liderazgo de Detroit, que parecía incontestable.

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