Editorial

Cuando en las campañas electorales de Cantabria aún se pagaban con pesetas y la Junta Electoral autorizaba un gasto máximo de poco más de 20 millones, había partidos de la región que se gastaban más de 400 (a mí me lo han confesado) veinte veces más de lo legal, que, como es obvio, ni procedían de las cuotas de los militantes ni se reflejaban en las facturas que entregaban en la Junta, donde se aceptaban estos justificantes ridículos con una complacencia infantil. Hubiese bastado contratar a uno o varios técnicos publicitarios y de eventos para calcular lo que costaban las espectaculares campañas de Hormaechea para volver al futuro, los diez meses que el PP tuvo contratadas la mitad de las vallas de la región en 2010 y 2011 para presentar a Ignacio Diego, entonces un desconocido, o la no mucho menos modestas penúltimas campañas del PRC. Por falta de medios –o de ganas– se aceptó (aceptamos) que todo aquello, más la organización de los eventos, la publicidad en prensa y el merchandising se podía sufragar con la modestísima cifra autorizada para las campañas.

De aquellos autoengaños proceden muchos de estos lodos. Los partidos tenían recaudadores que acudían a las empresas a pedir financiación. En muchos casos eran personajes de segundo o tercer nivel que se prestaban a este trabajo a cambio de quedarse una comisión. Como llegaban con sacos de billetes, era difícil que nadie les pusiese pegas, porque todos ganaban: el partido, el intermediario tan colaborativo y la propia empresa que pagaba, puesto que esperaba recuperar con creces su aportación a través de futuros contratos públicos. Con esta lógica, los partidos perdedores no entrarían nunca en el reparto, pero algunos empresarios eran tan amplios de miras que no dudaban en repartir los huevos en varias cestas, a sabiendas de que tampoco viene mal tener amigos en todas partes, especialmente si controlan algunos ayuntamientos, juntas locales o lo que sea.

Pero hubo políticos tan osados que decidieron ejercer por sí mismos como recaudadores. Bien porque de esa manera se quedaban ellos con el margen de los intermediarios o porque descubrieron que, además de la ‘ayuda’ para las campañas electorales, podían imponer un peaje extra tras cada adjudicación de obra o contrato, como el 3% de Cataluña. Las empresas seguían aceptando el chantaje, porque al fin y al cabo, se trataba de una ‘tasa de éxito’, pagaban por un negocio cierto, y además, podían repercutir ese coste en el precio de licitación o recuperarlo con los reformados y modificados de obra.
Eso que ahora nos escandaliza era un coste más del sistema político. Y los pocos que tiraron de la manta se encontraron con fiscales muy poco proclives a investigar, jueces muy recelosos de meterse en problemas y una opinión pública que prefería votar con la nariz tapada, hasta el punto que los casos de corrupción aflorados eran santificados por las urnas. Basta ver el de Jesús Gil en Marbella, que obtuvo 21 concejales de 27, o los alcaldes cántabros de las viviendas ilegales, que acumulaban más votos cuantas más sentencias les caían encima.
Estamos en otra época, y esa es la única diferencia. Empezó cuando a Felipe González, acorralado por los escándalos de Juan Guerra y Filesa, decidió crear la Fiscalía Anticorrupción, una figura de la que nadie pensó que tendría tanto recorrido. Tanto que ni siquiera el propio fiscal anticorrupción más reciente se ha librado de convertirse en el alguacil alguacilado. Será que por fin se nos ha caído la venda o que ahora tenemos la piel más fina.

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