Temor excesivo

El temor forma parte del instinto de conservación, pero puede llegar a resultar insano. Y, al parecer, sufrimos un exceso de temor económico. Nos hemos llevado tantos palos que ni siquiera en las épocas de bonanza dormimos tranquilos, lo que puede revelar un cierto complejo de inferioridad. El caso es que vivimos en la región donde las empresas tienen más miedo a los efectos que pueda causar la entrada de diez países del Este en la Unión Europea. Parece razonable que un 18,9% de los empresarios encuestados por la Cámara de Comercio crean que las oportunidades que se abren en aquellos mercados van a reducir la llegada de inversiones extranjeras a Cantabria, pero en el conjunto del país, sólo el 3,7% manifiestan ese mismo temor, y no podemos considerarles unos irresponsables, cuando en las dos últimas décadas han sabido manejar sus negocios mejor que nosotros, al menos en ratios de crecimiento.
¿Somos excesivamente cautelosos? ¿Son los demás unos inconscientes? El tiempo dirá quién tiene razón, pero lo preocupante es la diferente disposición de ánimo de unos y otros, como si realmente los cántabros y el resto viviésemos en países distintos.
Los diez estados que entran en la Unión Europea están lejos de sumar el peso económico de una sola nación como Francia o Alemania. El problema es que van a ser unos competidores muy directos para los españoles y, sobre todo, para la industria cántabra, especializada en unos sectores de tecnología media que ellos pueden acometer sin dificultad y, lo que es peor, con costes sensiblemente más bajos.
Esta evidencia nos ha afectado hasta el punto de ver exclusivamente la parte negativa. Sólo el 3% de los empresarios locales encuentra alguna vertiente positiva en la ampliación, las mayores posibilidades de exportarles, un porcentaje muy inferior al resto del país. Tendremos tiempo para saber si somos nosotros los que vemos la botella casi vacía o son los demás los que dan por hecho que es rellenable.

Ya sabíamos que pecábamos de escépticos, pero estos datos nos obligan a pensar que, por la razón que sea, también somos más pesimistas que el resto. Y eso no es bueno. España ha evolucionado muy rápido gracias a su optimismo vital, que es un valor en sí mismo, aunque a veces llegue a resultar ingenuo. Recordemos que tras la caída del Muro que separaba las dos Alemanias, en toda Europa se suscitaron algunas dudas sobre los efectos de la reunificación germana, y los españoles fuimos los menos reticentes de todo el Continente. Según la encuesta que por entonces hizo Eurostat, el 83% de la población española estaba a favor, un porcentaje muy superior al de cualquier otro país europeo. La inexplicable paradoja es que estábamos más ilusionados que los propios alemanes (77%). Parece evidente que los retos no nos asustan y la experiencia histórica demuestra que eso, a la larga, da mejores resultados que refugiarse en actitudes conservadoras y recelosas.

Si algo tiene de bueno una posición tan alarmista como la nuestra –en el caso de que realmente lo sea– es que indica que ya no pensamos sólo en el corto plazo. Casi un 76% de los empresarios está dispuesto a tomar medidas para fortalecerse ante la competencia que llegue del Este, mientras que en el resto del país sólo el 42% ha llegado a plantearse el asunto.
El tiempo dirá si había paranoia de unos o dejadez de otros, pero lo probable es que las cosas queden en un término medio. En los nuevos países comunitarios pronto subirán los salarios y los precios de sus productos –de hecho, ya han dejado de ser tan baratos como eran para el turismo– y el incremento de rentas de sus pobladores también acabarán por tener algún efecto positivo sobre nuestras exportaciones.
Ellos heredan el papel que nosotros mismos hacíamos con respecto a otros países comunitarios más avanzados, como Alemania, de la que hemos conseguido trasladar no pocas fábricas. Ahora nos toca conservarlas. Y no conviene olvidar que, para los buenos empresarios, detrás de cada problema hay siempre una oportunidad.

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