La ciudad que nació del mar

A comienzos del siglo XVIII los comerciantes de Santander ya habían intentado tener un fuero semejante al de Bilbao y el restablecimiento del comercio de lanas. En realidad, no era la única pugna y revelaba una aspiración muy clara de la población local. Treinta años antes ya se había producido un conflicto de la iglesia colegial de Santander con la diócesis de Burgos, de la cual dependía y la presión había llegado al punto que Roma se vio obligada a enviar al canónigo Zuyer para informar sobre la posibilidad de crear una diócesis propia.
La entonces villa de Santander decaía sin remedio, como todo el país, un proceso que duró hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando empezó a recuperarse la burguesía local y eso desencadenó una serie de circunstancias históricas, como la real orden que aprobó la construcción de un camino hasta Reinosa. Era el año 1748 y Santander veía abrirse las puertas de la Península, aunque esa inquietud sólo estuviera en la mente de un pequeño grupo de la población local. Para la mayoría de los vecinos, dedicados a las actividades agrarias o a la pesca, poco o nada había cambiado.
El título de ciudad fue consecuencia de la concesión de la diócesis y prácticamente coincidió con la construcción del puerto, encargada a Francisco Llovet, quien había hecho un informe previo sobre las necesidades de defensa de Santander.
En siete años se habían sustanciado varias de las aspiraciones que los santanderinos arrastraban desde muchas décadas atrás. En lo que restaba del siglo XVIII se produciría la liberalización del comercio con Cuba desde los principales puertos españoles, la creación de un Consulado del Mar y la proyección del Ensanche, una obra que iba a dar a Santander el empaque de una auténtica ciudad.
Las sucesivas crisis españolas de comienzos del XIX paralizaron su devenir y su expansión geográfica hasta mediados de siglo, cuando en apenas tres años se dieron en concesión todos los terrenos que median entre los arenales (el actual barrio de Castilla-Hermida) y Maliaño a comerciantes de la ciudad, para su saneamiento y explotación. La más importante de estas concesiones fue la otorgada a Emilio Wissocq, entre el muelle de Las Naos y la península de Maliaño, a cambio de su relleno y la construcción de un malecón.
El ferrocarril había llegado a España en 1848 y sólo siete años después ya se inauguraba el tramo entre Alar y Reinosa. El objetivo evidente era poder transportar las harinas castellanas hasta el puerto más próximo (Santander) para hacerlas llegar hasta las principales poblaciones del Mar del Norte, algo que los industriales castellanos llevaban intentando desde la Edad Media. No obstante, no era lo mismo construir el trazado hasta Reinosa que avanzar desde allí hasta Bárcena o Los Corrales de Buelna, con un desnivel casi insalvable, y el resto del camino férreo tuvo que esperar.
La ciudad se extendió en esa época en todos los sentidos. Si los rellenos hasta Maliaño crearon un amplísimo lugar donde asentar las nuevas actividades, el casco urbano fue ganando espacio al mar, con el relleno de buena parte de la fachada marítima, lo que incluye el actual Paseo de Pereda, los jardines, la calle Burgos o gran parte del suelo que ocupan las estaciones. La colina de Somorrostro, con la catedral y el Cabildo de Arriba, y la vaguada de Becedo quedaron unidos y las dos pueblas se transformaron en una, aunque la actual disposición de las calles no llegaría hasta después del incendio.
Los asentamientos industriales empezaron a ganar tamaño. En 1878 se abrieron los astilleros de San Martín, lo que coincidió con la construcción de la dársena de Puertochico y la ampliación de la ciudad por su espalda.

El influjo de la Corte

La llegada de la Corte fue una bendición para la ciudad, pero no por eso menos comprensible para los nativos. Entre los veraneantes y los santanderinos había una distancia cultural, social y de intereses tan abismal que poco puede relatarse de la convivencia de ambos. En realidad, eran dos ciudades; una tradicional, costumbrista, y otra de actitudes mundanas, asentada en El Sardinero, ese sitio que ningún santanderino de entonces hubiese elegido para vivir.
Unos y otros tenían poco contacto, pero Santander cambió profundamente. De repente se había convertido en el lugar de moda para los adinerados españoles y eso suponía grandes inversiones públicas y privadas. Aún hoy Santander vive de aquellas rentas: el Palacio de La Magdalena, el Hotel Real, el Golf de Pedreña, los chalets de El Sardinero, el Casino, el Paseo de Reina Victoria… Todo sería distinto y probablemente nada del glamour que la ciudad ha podido vender desde entonces hubiese existido. Por tanto, hay que reconocer que la Corte fue su mejor inversión y la más perdurable en el tiempo, aunque los reyes sólo pudieron venir hasta 1930.

El incendio. Una nueva ciudad

A partir de entonces, ningún acontecimiento ha influido tanto en la historia de la capital cántabra como el incendio que se declaró el 16 de febrero de 1941. Por una razón evidente: transformó el centro y supuso un trauma económico y social. Es difícil imaginar que en dos días pudieran desaparecer 34 calles, con nada menos que 345 edificios privados, dos edificios oficiales, seis religiosos y 506 comercios. El fuego había volatilizado 2.495 viviendas y, por sus descomunales efectos, minimizó una segunda catástrofe, la que causó el viento, que provocó grandes pérdidas en toda la región.
Cuando pudo hacerse un balance de los daños, se estimaron en 120 millones de pesetas y nadie sabía qué parte de lo perdido estaba asegurada ni cuánto pagarían los seguros. Las aseguradoras, casi todas de capital extranjero, trataron de acogerse a lo ocurrido años antes en San Francisco, donde los daños del terremoto se consideraron no reembolsables, por ser de origen catastrófico, y los seguros se limitaron a una contribución voluntaria que apenas suponía el 15% del valor real de los bienes perdidos.
En España, las pólizas de todos los seguros apenas recaudaban en primas anuales unos 80 millones de pesetas y, para garantizar la continuidad de las aseguradoras, la ley limitaba al 30% de la recaudación total los daños máximos que estaban obligadas a resarcir. Pero había dos circunstancias que se tuvieron en cuenta a la hora de fijar las indemnizaciones. Por una parte, que España era un país donde los seguros habían conseguido una escasa penetración y no atender los daños de Santander podía agravar la desconfianza que ya sentían los españoles hacia ellos. Por otra parte, el Gobierno propició que se superase el tope legal de indemnización a través de un sistema de cálculo de ingresos a futuro, en el que se incluía una sobreprima que, a partir de ese momento, los seguros podrían cobrar en todo el país para compensar el efecto de lo ocurrido en Santander. De esta forma, acabaron por sufragar la mitad de los daños originados por el fuego y el vendaval.
Particulares e instituciones de todo el país se volcaron con la capital cántabra. En recaudaciones populares y actos benéficos se recaudaron unos 20 millones de pesetas, una cantidad muy considerable si se tiene en cuenta que 1941 ha pasado a ser conocido como el Año del Hambre, por los escasísimos recursos de todo tipo que había en España.
Sin embargo, sólo una pequeña parte de ese dinero llegó a los bolsillos de los afectados. El alcalde de Santander, Emilio Pino, honrado a carta cabal pero con la idea irrenunciable de hacer una nueva ciudad, mantuvo el criterio de que el Ayuntamiento había sido el primer afectado, puesto que desaparecieron numerosas infraestructuras, incluidas las calles, y, por tanto, se veía obligado a hacer grandes desembolsos para los que no tenía recursos. Es cierto que Pino puso todos los medios económicos y humanos para que los comerciantes se restablecieran con toda rapidez y sólo quince días después del incendio ya comenzó a construirles unos barracones en los actuales Jardines de Pereda, que tuvieron un éxito bastante mayor del que la población les auguraba en un principio.
El alcalde aprovechó para cambiar la orografía de Santander. Era una oportunidad histórica y, también en contra de la opinión ciudadana, decidió que, desaparecidas las viviendas, era el momento oportuno para allanar el centro de la ciudad. Así, hizo demoler el cerro que iba desde la catedral hasta Ruamayor y que desde siempre había dividido en dos la ciudad. Sólo la catedral quedaba, a partir de ese momento, en un altozano.
Los propietarios seguían teniendo los solares, para construir nuevos edificios, pero también en este caso, como en el de los seguros y el de los donativos, hubo muchas decepciones.
El catastro rebajó considerablemente el valor de estos solares, para reducir la carga fiscal que debían pagar sus propietarios, algo que todo el mundo agradeció, pero que pronto iba a convertirse en un arma de doble filo. Cuando el alcalde decidió expropiar toda la zona afectada y parte de la contigua (en su fervor por tener una nueva ciudad no dudó en llegar tan lejos como la ley le autorizaba) se sirvió de los bajos valores catastrales para hacerlo a un precio reducido. Todo ello dio lugar a un enorme malestar de los propietarios que trataron de frenar el proceso en los tribunales.
Pero el alcalde había encontrado su mejor valedor en la Ley de Regiones Devastadas de 1939, que le daba unos amplios poderes. En realidad, había sido pensada para los daños de guerra, pero él consiguió que los jueces también la diesen como buena para este caso tan singular.
Emilio Pino no quería perjudicar a los propietarios, pero no estaba dispuesto a ceder en su convencimiento de que defendía el interés general. Así que les concedió el derecho de tanteo cuando las nuevas parcelas saliesen a subasta, de forma que pudiesen recuperar su propiedad en el precio que ofreciesen otros compradores. Ese derecho quedaba plasmado en unas cédulas que pronto fueron conocidas entre la población como “estampas”.
En realidad, las primeras parcelas se vendieron por debajo del precio pagado por el Ayuntamiento en la expropiación, porque había un cierto desistimiento popular, ya que aún estaban muy recientes los daños y parecía de justicia que los solares fuesen recuperados por sus antiguos propietarios (todo el proceso fue meteórico). Sin embargo, a medida que se producían nuevas subastas los precios empezaron a subir y algunos antiguos propietarios que quisieron recuperar su solar acabaron por pagar tres veces más de lo que les habían abonado por la expropiación.
Pronto se vio que los bancos y las grandes aseguradoras nacionales tenían puestos sus ojos en los mejores emplazamientos de lo que, tras la reconstrucción, iba a ser la calle Calvo Sotelo y empezaron a aparecer en el mercado los intermediarios, personas que adquirían las cédulas a los propietarios originales con el fin de acudir a las subastas y ejercer el derecho de tanteo. De esta forma, entre los adquirentes foráneos y los especuladores pronto quedaron fuera del reparto los propietarios de los edificios siniestrados.

Un despertar lánguido

El centro de Santander se reconstruyó, pero lo reconstruyeron otros distintos a sus propietarios originales. Y, desde luego, con una traza completamente diferente. La Plaza Porticada, típicamente castellana, es un ejemplo del trabajo de los arquitectos e ingenieros de Regiones Devastadas, que fueron desplazados para hacerse cargo del rediseño urbano.
El alcalde se salió con la suya contra viento y marea, puesto que todas las fuerzas vivas de la ciudad estaban de alguna manera implicadas en el proceso de los propietarios del suelo contra el Ayuntamiento. Y consiguió que apenas dos años después del incendio empezase la construcción de los primeros edificios. Sin embargo, iba a durar muy poco más en su cargo. Una disputa que llegó a las manos, con el presidente de la Diputación que, a su vez, era uno de los perjudicados por las expropiaciones, dio como resultado el cese fulminante de ambos por el ministro de Gobernación.
El Santander de posguerra despertó muy lánguidamente. Es cierto que la reconstrucción propició grandes fortunas, pero sólo una parte de ese dinero se canalizó hacia actividades industriales. En realidad, la estructura económica siguió dependiendo de las fábricas que ya existían y, especialmente, de Nueva Montaña Quijano, que fue el origen de varias otras. Ajena al movimiento de masas que se producían en otras ciudades españolas donde la llegada masiva de emigrantes produjo un crecimiento muy rápido, Santander se desenvolvió con cierta pereza. Sólo el barrio de Cazoña indicaba la necesidad de romper las costuras tradicionales.
Hasta los años 80, muy entrada la autonomía, que multiplicó las necesidades administrativas y el movimiento de recursos, Santander vivió del pasado. Sólo aportaba un poco de aire fresco la Universidad Internacional, creada durante la República por un librepensador que jamás pudo pensar que su obra acabaría llevando el nombre de quien más combatió estas ideas krausistas, como fue Menéndez Pelayo.
La apertura económica de los tecnócratas no le sentó bien a la economía de la región, que empezó a perder puestos muy deprisa en el ranking nacional. Después del empuje de los años 60 –más moderado que en otras zonas– Santander ni siquiera pudo conservar la industria tradicional, con bajas tan notorias como La Cruz Blanca, Ibero Tanagra o Astilleros del Atlántico.

La mayor reconversión industrial

Es cierto que había aparecido la Universidad de Cantabria, que la Casa de Salud Valdecilla había superado una crisis muy importante al conseguir entrar en el sistema nacional de salud y que se multiplicaba el turismo, pero no eran factores suficientes para compensar el hecho de que el entorno de Santander había concentrado el mayor número de sectores declarados en reconversión de todo el país. Con la excepción de la industria del calzado, estaban presentes todos las demás.
En tales circunstancias, la ciudad atravesó una fuerte crisis económica desde mediados de los años 70 hasta mediados de los 80 y la disparatada inestabilidad política regional hasta 1995 no contribuyó, precisamente, a mejorar las cosas.
No obstante, la construcción del puerto de Raos, la autovía con Bilbao y con la frontera francesa y la reforma del aeropuerto habían solucionado ya para entonces tres problemas históricos. Quedaba el cuarto, la Autovía con la Meseta, ya prácticamente finalizada y una quimera: el ferrocarril Santander-Mediterráneo, un proyecto nacido cuando la fiebre de los ferrocarriles llevó a plantear, incluso, algunos de dudosa rentabilidad. El fortísimo despoblamiento de todo el trayecto por el que debía discurrir el tren, (más de 700 kilómetros de auténtico páramo humano) hizo el resto.
Un intento de Alfonso Osorio, siendo presidente de Renfe, de dar una salida al problema a través de un enlace desde Reinosa hasta el tramo ya construido, acabó como el rosario de la aurora, ya que los periódicos santanderinos lo consideraron una afrenta a las aspiraciones de la región. El resultado es que no se adoptó ni esa solución ni ninguna otra, excepto el abandono.
Los sucesivos alcaldes de Santander habían constreñido el casco urbano de una forma totalmente artificial, lo que provocó a lo largo de los años 80 y bien entrados los 90 una sobrepresión sobre las escasísimas parcelas urbanas, hasta llegar a una colmatación injustificable de la ciudad. La decisión de recalificar los terrenos de Nueva Montaña Quijano, por una parte, y el plan de la Vaguada, más tarde, rompieron por fin esa situación de angustia. Pero era tarde y en ambos casos la situación se torció como sólo se pueden torcer las cosas en Santander.
Una denuncia de un particular echó abajo en los tribunales las recalificaciones de Nueva Montaña Quijano e Ibero Tanagra, por mal tramitadas, y en el caso de la Vaguada de las Llamas, una disputa entre el alcalde de la ciudad y el presidente de la Diputación –ambos del mismo partido– causó idéntico efecto. Los retrasos de ambos produjeron que Santander perdiera población en beneficio de los municipios limítrofes, y que el precio de la vivienda usada (nueva prácticamente no había) alcanzara niveles desmesurados.

Envejecimiento

Tuvo que llegar el 2000 para que Santander por fin se ampliara por el sur y por el noroeste, pero con un desarrollo urbanístico poco acorde con la imagen que aún conserva de ciudad de alta calidad de vida. Un parámetro que ya no está basado en los elevados ingresos familiares como ocurría en los años 60 –ahora está por debajo de la media nacional– sino en la accesibilidad de los servicios, en sus innegables atractivos turísticos y en un coste de la vida mucho más moderado que el de las grandes ciudades.
El Santander de hoy depende más que nunca de la Administración pública y menos que en otras épocas del puerto o de la industria. El 76% de su población laboral se encuadra en el sector servicios (en el conjunto de la región es del 61,6%) y sufre un envejecimiento preocupante, como lo demuestra el hecho de que cuenta con más inactivos (93.000) que ocupados (69.000). No sólo tiene un porcentaje de actividad muy inferior al del resto de la región, sino que su tasa de parados (el 15,7%) es algo superior a la media.
Estos datos indican un claro desplazamiento de la población en edad de trabajar hacia otros municipios y el problema no puede ser atribuido a la falta de viviendas. De las 81.700 que figuraban en el censo de 2001 (el número ha crecido sustancialmente desde entonces), había 9.750 vacías, cifra en la que no se incluyen las 7.800 que sus propietarios declararon como residencias secundarias.
Santander afronta el futuro con unas condiciones naturales muy favorables, con unos equipamientos elevados y con una calidad de vida envidiable, pero con una población joven demasiado escasa para que se produzca el reemplazo generacional, algo que ya está provocando un despoblamiento del centro urbano, donde en calles enteras apenas hay familias jóvenes.

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