Editorial

Con un ex presidente inhabilitado, un alcalde en la cárcel, dos más pagando una multa diaria por no cumplir sendas sentencias, otro que se ha sentado en el banquillo por otorgar una licencia ilegal a una fábrica y una veintena de Corporaciones obligadas a ejecutar sentencias de derribo, la situación institucional de Cantabria sólo puede considerarse alarmante. Hasta este punto hemos llegado a trancas y barrancas, con procesos judiciales que se han alargado en el tiempo mediante la argucia del recurso a una instancia superior. Pero esa posibilidad de golpear la pelota hacia adelante se está agotando y el Tribunal Supremo, instancia última, arroja cada mes una carga de profundidad contra las instituciones regionales. ¿Contra Cantabria? Probablemente eso es lo que algunos quisieran hacer creer, asegurando que anteponían los intereses colectivos de progreso, al bienestar, etc. frente a la burocracia torpe de la ley, pero eso es una tergiversación interesada de la realidad. Las leyes están para cumplirlas y si tan inadecuadas resultan, quienes gobiernan los ayuntamientos tendrán que instar a sus colegas del Parlamento a que las modifiquen. Lo que no pueden hacer es saltárselas a la torera.

¿Por qué una situación tan anómala, con tantos alcaldes procesados y con tantas sentencias de derribo multimillonarias no da lugar, siquiera, a una mínima conmoción de la ciudadanía de esos municipios? ¿Porqué nadie ha exigido nunca una dimisión por este motivo, ni los condenados son apartados del poder en las urnas por el voto ciudadano? Es evidente que algo anómalo ocurre en una sociedad donde el incumplir la ley no sólo no es causa de demérito, sino que en muchas ocasiones acrecienta la popularidad del infractor. Quizá porque los vecinos de un alcalde especulador tienen la secreta convicción de que, antes o después, todos participarán en esa subasta colectiva del suelo, de que obtendrán las licencias que de otra forma no conseguirían, de que aumentará la volumetría de su finca o, simplemente, que la llegada masiva del cemento a los terrenos colindantes también elevará el valor de su propiedad.
En cambio, nadie teme que le pasen una derrama por el coste de derribar la veintena de urbanizaciones cántabras con sentencia de demolición, ni se para a pensar de dónde saldrá el dinero para indemnizar a quienes compraron allí sus casas. Como los ayuntamientos no podrán pagarlo, que lo pague el Gobierno regional… Como si el dinero no fuese de nadie. No hay sentido de lo público y, por eso, no hay una reclamación a los partidos para que retiren de circulación inmediatamente a los alcaldes que acumulan semejantes méritos.

Así sobrevive un sistema en el que nunca pasa nada. Incluso en el caso de que un alcalde llegue a la cárcel –lo que no resulta habitual, por el sentido magnánimo de muchos jueces y fiscales con la política– tampoco pasa nada. Siempre hay un sustituto.
Esta huida hacia adelante no se va a resolver con el Plan de Ordenación del Litoral, que en su última redacción ha cedido no pocos enteros a la presión de los alcaldes, sino con la actitud que adopte a partir de ahora la Comisión Regional de Ordenación del Territorio y Urbanismo. Los alcaldes son fácilmente presionables, cuando están forzados a convivir con aquellos a los que conceden o deniegan licencias, y la Comisión debe actuar como elemento corrector de estas desviaciones que se producen en la política de corta distancia. Si actúa como en su día actuó la Comisión Regional de Urbanismo, aceptando lo inaceptable y dando carta de naturaleza a lo que la ley sólo planteó como excepción, los plenos municipales volverán a ser la antesala de los Juzgados. Y aunque al parecer no le importe a nadie, las instituciones no pueden vivir así.

Con un ex presidente inhabilitado, un alcalde en la cárcel, dos más pagando una multa diaria por no cumplir sendas sentencias, otro que se ha sentado en el banquillo por otorgar una licencia ilegal a una fábrica y una veintena de Corporaciones obligadas a ejecutar sentencias de derribo, la situación institucional de Cantabria sólo puede considerarse alarmante. Hasta este punto hemos llegado a trancas y barrancas, con procesos judiciales que se han alargado en el tiempo mediante la argucia del recurso a una instancia superior. Pero esa posibilidad de golpear la pelota hacia adelante se está agotando y el Tribunal Supremo, instancia última, arroja cada mes una carga de profundidad contra las instituciones regionales. ¿Contra Cantabria? Probablemente eso es lo que algunos quisieran hacer creer, asegurando que anteponían los intereses colectivos de progreso, al bienestar, etc. frente a la burocracia torpe de la ley, pero eso es una tergiversación interesada de la realidad. Las leyes están para cumplirlas y si tan inadecuadas resultan, quienes gobiernan los ayuntamientos tendrán que instar a sus colegas del Parlamento a que las modifiquen. Lo que no pueden hacer es saltárselas a la torera.

¿Por qué una situación tan anómala, con tantos alcaldes procesados y con tantas sentencias de derribo multimillonarias no da lugar, siquiera, a una mínima conmoción de la ciudadanía de esos municipios? ¿Porqué nadie ha exigido nunca una dimisión por este motivo, ni los condenados son apartados del poder en las urnas por el voto ciudadano? Es evidente que algo anómalo ocurre en una sociedad donde el incumplir la ley no sólo no es causa de demérito, sino que en muchas ocasiones acrecienta la popularidad del infractor. Quizá porque los vecinos de un alcalde especulador tienen la secreta convicción de que, antes o después, todos participarán en esa subasta colectiva del suelo, de que obtendrán las licencias que de otra forma no conseguirían, de que aumentará la volumetría de su finca o, simplemente, que la llegada masiva del cemento a los terrenos colindantes también elevará el valor de su propiedad.
En cambio, nadie teme que le pasen una derrama por el coste de derribar la veintena de urbanizaciones cántabras con sentencia de demolición, ni se para a pensar de dónde saldrá el dinero para indemnizar a quienes compraron allí sus casas. Como los ayuntamientos no podrán pagarlo, que lo pague el Gobierno regional… Como si el dinero no fuese de nadie. No hay sentido de lo público y, por eso, no hay una reclamación a los partidos para que retiren de circulación inmediatamente a los alcaldes que acumulan semejantes méritos.

Así sobrevive un sistema en el que nunca pasa nada. Incluso en el caso de que un alcalde llegue a la cárcel –lo que no resulta habitual, por el sentido magnánimo de muchos jueces y fiscales con la política– tampoco pasa nada. Siempre hay un sustituto.
Esta huida hacia adelante no se va a resolver con el Plan de Ordenación del Litoral, que en su última redacción ha cedido no pocos enteros a la presión de los alcaldes, sino con la actitud que adopte a partir de ahora la Comisión Regional de Ordenación del Territorio y Urbanismo. Los alcaldes son fácilmente presionables, cuando están forzados a convivir con aquellos a los que conceden o deniegan licencias, y la Comisión debe actuar como elemento corrector de estas desviaciones que se producen en la política de corta distancia. Si actúa como en su día actuó la Comisión Regional de Urbanismo, aceptando lo inaceptable y dando carta de naturaleza a lo que la ley sólo planteó como excepción, los plenos municipales volverán a ser la antesala de los Juzgados. Y aunque al parecer no le importe a nadie, las instituciones no pueden vivir así.

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