Editorial

La decepcionante participación popular en las últimas elecciones al europarlamento ha ensombrecido un hecho histórico, la aprobación de una constitución europea que, mejorable o no, es un hito para todos nosotros. El mismo continente que vivió las dos guerras más sangrientas de la historia en un espacio de apenas veinte años ha sido capaz de llegar, sólo dos generaciones después, a una unión económica y política muy estrecha. Quien ahora, desde esta orilla opine que el proceso va demasiado lento, no tiene más que imaginar lo poco que podían haber supuesto sus abuelos que llegarían a regirse por una constitución europea, que los países iban a renunciar a sus monedas de toda la vida y a fijar los tipos de interés, que verían unidades operativas nacionales bajo el mando de militares extranjeros o que la decisión sobre cuanta leche producían sus vacas y cuánta pesca capturaban sus barcos quedaría en manos foráneas.
Quien vive los cambios desde dentro, casi nunca es consciente de hasta qué punto le transforman a él mismo. Durante los primeros años de la Transición española, una gran parte de la población pedía más rapidez en las reformas. La impaciencia general hacía que pareciese inacabable la llegada de las elecciones democráticas, de la Constitución o de los estatutos de autonomía. Ha tenido que pasar el tiempo para asombrarnos de hasta qué punto vivíamos entonces una vorágine de transformaciones de todo tipo y de la cantidad de acontecimientos que ocurrieron en apenas cinco años.
Con la construcción europea nos sentimos un poco más distantes, quizá porque nadie ha puesto especial empeño en su defensa. Han faltado valedores en la política diaria y eso ha ayudado a que la población tenga un concepto equivocado de lo que hemos recibido de Europa y de lo que supone para nosotros. Ahora que acaban de cumplirse 18 años de nuestra entrada y se puede hacer balance, incluso a los euroescépticos les costará encontrar otro periodo de la historia española más fructífero. Probablemente, no lo hay, lo cual demuestra que, con todos sus males, Europa ha sido para nosotros un magnífico negocio.

Que esta idea no haya calado del todo en la población puede ser responsabilidad de los medios de comunicación, que hacemos mucho más hincapié en los conflictos que en los acuerdos. Es muy probable que al ciudadano medio de la calle, Bruselas le suene como un lugar antipático donde un enjambre de funcionarios aún más antipáticos no tienen otro empeño que poner todas las trabas posibles a nuestros ganaderos y a nuestros pescadores. Pero la realidad es bastante distinta. En concreto, para Cantabria, Bruselas nos envía cada año más de 25.000 millones de pesetas, casi un 2% de nuestro PIB, algo así como si nos tocase la lotería todos los años. Gracias a la Unión Europea hemos hecho las obras de saneamiento, buena parte de las carreteras, la mitad de los edificios de la Universidad, hemos reconvertido sectores industriales… Y, a excepción de algún esporádico cartel con la corona de estrellas –pocos–, nunca lo hemos reconocido. Sólo vamos a ser realmente conscientes de lo que recibimos en el momento en que se acabe.

Incluso en aquellos sectores aparentemente más perjudicados, las cosas son bastante distintas a lo que suponemos. Bruselas ha pagado más de la mitad de lo que ha costado nuestra nueva flota pesquera y de las fábricas de anchoa y derivados que, en muchos casos, han pasado de la cochambre al lujo. Incluso las cuotas lecheras, tan denostadas, se han convertido en una hucha para los ganaderos. Ahora, esos derechos de producción son un patrimonio personal al que no renunciarían nunca, porque valen tanto o más que la propia explotación. Y si todo esto es así ¿por qué la UE tiene tan mala prensa? Sólo cabe pensar que somos poco agradecidos y ni los políticos ni los medios de comunicación hemos hecho lo suficiente por trasladar a la opinión pública la auténtica realidad. Lo que es del César, es del César, y lo que es de Bruselas, es de Bruselas, aunque lo inaugure el César.

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