Editorial

Los españoles nos quejamos de la financiación pública de los partidos, sindicatos, patronales, ONGs y hasta de la Iglesia, pero al mismo tiempo somos incapaces de financiar privadamente cualquiera de esos organismos. Hasta los colegios privados se gestionan con dinero público. Ni los seguidores de los partidos están dispuestos a aportar el dinero que necesitan, ni las monedas de los fieles podrían pagar una mínima parte de las nóminas de los religiosos, y sólo una reducidísima proporción de los padres que envían a sus hijos a una escuela privada están dispuestos a afrontar el 100% de su coste.
Una situación tan contradictoria acaba por producir una enorme mentira: queremos que esas instituciones existan pero nos negamos a financiarlas por ninguna vía. Como la realidad siempre encuentra resquicios por donde colarse, todas ellas han acabado por convertirse en una especie de administración virtual. Los suyos no son trabajadores públicos, pero a través de concordatos, subvenciones o convenios les pagamos cada mes la nómina como si lo fueran: curas, enseñantes de la privada, administrativos de ONGs, sindicatos, patronales y partidos políticos.
Peor aún es no hacerlo. Si alguien cortase el grifo se demostraría que en España no existe sociedad civil y, tras un gran revuelo inicial, al final aceptaríamos su desaparición con cierta indiferencia.

No se va a producir esa situación, porque quienes gobiernan son los primeros interesados en que las privatizaciones no lleguen tan lejos, pero sí han recortado el dinero público que les entregan, lo cual, en lugar de mejorar las cosas, probablemente las empeora, ya que hará a los partidos aún más dependientes de las financiaciones inconfesables.
Ese es el doping de la política española, y está muy extendido. Todos sabemos que sin ese añadido no se ganan las carreras electorales. Y, como reconoce Armstrong, crea muy poca incomodidad moral recurrir al chanchullo cuando das por hecho que el resto del pelotón hace lo mismo.
¿Alguien se cree que el dinero que las empresas dan a los partidos es a cambio de nada? Ese dinero busca más contratos públicos. Por tanto, además de financiación ilegal, aceptamos tácitamente la prevaricación o el que se vulnere la libre competencia y acabamos por envolver en un manto de corrupción no solo a los políticos y a las empresas sino también a los muchos funcionarios que debieran velar por la limpieza de estos contratos. En realidad, ni siquiera los ciudadanos de a pie estamos en disposición de tirar la primera piedra, a la vista de que los corruptos incluso consiguen más votos.

Armstrong pudo haber sido pillado docenas de veces, porque es muy difícil hacer trampas reiteradamente sin cometer errores. Los partidos políticos tampoco resistirían la más mínima auditoría seria. Lo que ocurre con el Tribunal de Cuentas es que, como la Agencia contra el Dopaje, sólo busca el doping en el terreno acotado que marcan los propios partidos y ahí, obviamente, no lo hay. Cada nueva sustancia dopante requiere su propio procedimiento de detección, que no se diseña hasta que alguien confiesa la existencia de ese producto.
El Tribunal de Cuentas sólo husmea entre la documentación que le remiten los partidos, donde, como mucho, puede haber algunas facturas mal asentadas o pequeños gastos discutibles, y lo hace al cabo de cinco o seis años, cuando los posibles delitos ya están prescritos. Donde no busca es en todo aquello que “no” le remiten. Así que, con la misma candidez que las juntas electorales, da por buenas campañas en las que un partido dice haberse gastado los 150.000 euros legales, cuando en realidad ha empleado casi tres millones, y eso ha ocurrido en Cantabria.
Es muy difícil que eso no lo intuyan los propios votantes, pero hasta ahora casi nadie ha querido saberlo. Como para los seguidores de Armstrong y de tantos otros, lo realmente importante es que ganaba.

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