La indignación que nos mueve

Unos 700.000 funcionarios del gobierno de Estados Unidos han estado más de un mes sin cobrar, porque el señor Trump decidió cerrar la Administración para presionar a los demócratas que se niegan a aprobarle la financiación del muro que separaría el país de México. Algunos  de ellos han ido a comer cada día a las instituciones benéficas, otros encontraron un acomodo temporal como conductores de Uber y todos aceptaron con resignación lo que les ocurría, una paciencia que resultaría inverosímil en los funcionarios españoles. Al tercer día habrían puesto a cualquier Gobierno contra las cuerdas y no hubiese sobrevivido más allá del cuarto.

Tampoco resulta imaginable que, con un movimiento como el de los Chalecos Amarillos y el presidente del Gobierno español estuviese cinco semanas sin hacer la más mínima referencia a ellos, como estuvo Macron, quien actuó como si el más grave problema de orden público ocurrido en Francia en varias décadas no fuese asunto suyo.

Puede que España tenga la piel mucho más fina o quizá esté sometida a más poderes fácticos que la Banca, la Iglesia y el Ejército, cuya influencia es cada vez más dudosa, pero lo cierto es que el Gobierno –y cualquier partido– ha de cuidarse mucho de no soliviantar a un colectivo, del tipo de que sea: social, étnico, de género o profesional. Cualquiera de ellos puede desencadenar la artillería de los medios de comunicación, prestos a salir en defensa de todo aquello que pueda darles clicks o audiencia en televisión. Así que hoy nos escandalizamos por lo que dice Ruth Beitia, mañana por lo que revela Villarejo, pasado por la muerte de un perro a tiros en plena vía pública y el otro por la penúltima boutade de una celebrity; el caso es estar permanentemente indignados.

¿Podría un Gobierno en España mandar a los funcionarios a casa más de un mes o estar cinco semanas sin mencionar siquiera a los Chalecos amarillos?

Cada uno de esos asuntos puede merecerlo, pero la acumulación hasta el hastío acaba con las categorías. Todo vale igual, todo es igual de rechazable, pero solo por 24 horas. Mañana tendremos otro afán y otro motivo de disgusto.

Esta fórmula del incendio diario no la ha inventado nadie; es producto de la casualidad y de los intereses cruzados de colectivos y medios de comunicación, pero tiene un éxito indudable en nuestro país, y empieza a extenderse. Incluso en los países nórdicos y en Alemania los estudios indican una severa pérdida de credibilidad en las instituciones públicas y privadas, aunque nada parecido a lo que ocurre en España, donde la caldera es atizada por fogoneros de muy distinta condición e intereses. El resultado es un río revuelto del que, al principio, se beneficiaban algunos avezados, pero en el que ya no pesca nadie, porque hemos conseguido quedarnos sin peces.

Tanto los partidos que empezaron agitando el puchero como los que se sumaron más tarde a esta política de cargar las tintas con todo empiezan a ser conscientes de que no han conseguido el resultado que esperaban y ahí están las encuestas para demostrarlo. En vista de ello, tenían dos opciones, la de rebajar la tensión y tratar de buscar de nuevo el sosiego, o darle una vuelta más de tuerca para ver si así tienen más suerte. Han optado por lo segundo y no solo no van mejor sino que le han abierto la puerta a otros que amenazan con comerles la tostada.

España, un país que sesteaba y se tomaba las cosas con una filosofía senequiana se ha convertido en todo lo contrario: un circo con muchas pistas en las que todo está a punto de venirse abajo y donde el espectador no tiene un segundo de sosiego. Demasiada acción para la vida real.

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