Editorial

El PP es un partido rocoso, pero al modo de los partidos americanos, en los que la militancia solo aflora en las campañas electorales, cuando se registra para tener derecho a votar en las primarias. Su sistema es bastante poco ortodoxo, hasta el punto que en cada estado se hace de una forma distinta, pero la maquinaria está engrasada por siglos de uso; el PP, en cambio, acaba de estrenarla y ahí está el problema.

El principal partido español acostumbra a celebrar sus congresos como un encuentro festivo de saludos y abrazos, y el presidente puede fotografiarse probándose los artilugios de los puestos comerciales, porque no hay tensión; todo lo que supuestamente van a decidir los compromisarios ya ha sido previamente decidido por el único que puede decidir. Basta ver que en el reciente congreso nacional del PP nueve de cada diez delegados ni siquiera entraron a votar la única decisión conflictiva, la que admitía la acumulación de cargos. En esta cultura de candidato único, no tener un censo de militantes que se pueda denominar como tal apenas tiene importancia. El problema surge cuando aparecen dos o más candidatos, como ha ocurrido en Cantabria. Nadie sabe cuántos de los supuestos 14.000 afiliados están muertos desde hace años, cuántos de los que aportó Hormaechea abandonaron con él (la inmensa mayoría) o cuántos más se han ido marchando después, porque ni siquiera los que se consideran activos suelen pagar las cuotas. Eso da lugar a que el último día de registro se descubra que en el partido hay 3.000 personas… o 13.000. Basta con que alguien llegue en el último momento y pague cientos de cuotas de otros tantos afiliados, como ha ocurrido, para que esa base se ensanche hasta casi el infinito.
Manejar un partido donde nadie conoce el censo real y solo se pueden hacer suposiciones facilita mucho las cosas para las ejecutivas, pero tiene estos inconvenientes cuando se introducen las primarias, un gesto del que Maíllo probablemente ya se esté arrepintiendo. Y más cuando el procedimiento a dos vueltas puede dar lugar a que los delegados elegidos por los afiliados voten lo contrario de lo que habían decidido los militantes de base. Algo que no resulta muy elegante aunque no vulnere el reglamento.

Por solo cuatro votos, el PP ha salvado la cabeza en Cantabria, porque ha triunfado el pragmatismo de tratar de entenderse con otras fuerzas y porque no era imaginable tener un partido en la región abiertamente rebelde a la dirección nacional (hubiese sido como volver a los peores tiempos). Pero ahora ha de recomponerse internamente, lo que no será fácil, después de las dos heridas con las que ha salido de esta crisis: la que produce la guerra de poder –restañable con el tiempo, sobre todo si vuelve a gobernar– y la personal, que resultará mucho más difícil de curar, porque lo que se han dicho a través de las redes sociales no será fácil de olvidar por los aludidos. Ese sí que será un problema de muchos años, en el que no debiera haberse embarcado nunca de no haber mediado la tozudez de Diego en presentarse, el interés personal de quienes le impulsaron a ello para no perder protagonismo y el descaro de Génova al decidir quién tiene que ser el presidente del PP local, al margen de lo que piensen o dejen de pensar los militantes. El congreso regional ha sido un fracaso y el PP tendrá que sacar conclusiones para que no se le atraganten más procesos democráticos internos. Ahora nos toca esperar a lo que ocurra en el nacional del PSOE, que tampoco será una balsa de aceite, aunque los socialistas tengan mucha más experiencia en estas disputas.

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