Las campanas con más historia se fabrican en Gajano

Hermanos Portilla conserva la tradición de los fundidores trasmeranos y hace casi un centenar al año

Cantabria ha sido una comunidad de gran tradición campanera. Trasmiera fue durante siglos la cuna de muchos artesanos trashumantes, que viajaban a lo largo del país en busca de iglesias necesitadas de campanas nuevas o de reparar las existentes. El maestro campanero Abel Portilla es uno de los últimos artesanos que quedan en la región y, a pesar de la dura competencia de las campanas industrializadas, sigue haciendo cerca de un centenar al año.


Abel Portilla es de los que piensan que hay vida más allá de las carreras universitarias y el trabajo en oficina. El maestro campanero de Gajano insta a no conformarse con un puesto con horario de oficina y defiende los oficios artesanos. Pone como ejemplo a uno de sus hijos, que después de terminar la licenciatura de Económicas y ser empleado de una entidad bancaria, decidió incorporarse al negocio familiar. “Yo siempre digo que una persona que vive de lo que hace con las manos es importante”, y pone como ejemplo los vidrieros italianos que producen el cristal de Murano, “que son muy considerados en su país”.

El propietario de Hermanos Portilla, de 63 años, ya no recuerda la fecha exacta en la que se inició en el oficio. “Desde que tengo uso de razón estoy entre campanas”, apunta.

De lo que no duda ni un instante es de dónde nace su vocación, de una saga familiar que se inició en un taller muy pequeño de Vierna –Meruelo– y, más en concreto, de su abuelo, maestro fundidor.

Portilla relata que, antaño, en algunos pueblos de Trasmiera se concentraban hasta un centenar de campaneros. Tantos que, para evitar seguir aumentando la competencia, enseñaban el oficio únicamente a sus descendientes. Una circunstancia que ha cambiado radicalmente con el tiempo, al convertirse en una figura en vías de extinción. Él está enseñando el oficio a dos chicos muy jóvenes “para que no se pierdan los conocimientos que a mí me transmitieron”, explica.

De la producción artesanal a la masiva

Después de visitar fundiciones de toda Europa, Portilla es perfectamente consciente de que la producción de las campanas se ha industrializado y eso no tiene vuelta atrás. “Las empresas han automatizado todos sus procesos, porque así no necesitan mano de obra específica, y los aprendices han desaparecido”, lamenta.

Al utilizar moldes prefabricados, estas compañías tardan solo dos días en fabricar una campana. “Nosotros tardamos un mes, y casi todo el tiempo lo empleamos en hacer el molde”, explica Portilla. “La campana en sí se hace en unos días”, añade.

Portilla opina que el sistema industrial provoca que “se pierda la esencia de hacer cosas únicas” y defiende el valor de su producto con una analogía: “Comparar una campana artesanal con una industrial es como comparar un pan recién hecho en una panadería con el Bimbo”.

A la izquierda, una campana en la entrada de su taller. A la derecha, Portilla y un operario vuelcan bronce líquido en el interior de un molde, en el que se da forma a la campana, fabricada de una sola pieza.

La forma de fabricarlas determina también su durabilidad. “Las campanas de ahora terminan en chatarrerías. En cambio, las nuestras pueden durar tres, cuatro o cinco siglos”, sostiene.

Afortunadamente para él, sigue habiendo clientes que lo entienden y están dispuestos a pagar más por las campanas que salen de su taller de Gajano. “Acabamos de hacer una campana para una abadía de Holanda que cuesta el doble que una industrial”, reconoce.

El continuo encarecimiento del bronce –la materia prima– hace que tanto unas como otras resulten caras. “Hace 60 años, el kilo estaba a 15 pesetas. A día de hoy cuesta 36 euros, unas 6.000 pesetas”, recuerda.

La iglesia: un cliente austero

Portilla destina la mayor parte de su producción a la Iglesia, un cliente tan fiel a lo largo de los años como austero a la hora de mantener su patrimonio histórico. Por eso, muchos de los encargos que recibe son financiados por particulares con deseo de ayudar en la conservación de un templo concreto.

De hecho, en estos momentos, está fundiendo una campana para la Parroquia de San Román, de Mirones, cuyo importe va a ser sufragado por un grupo de vecinos.

Pero hacen falta muchos encargos para mantener una empresa. Ahora es necesario fabricar cerca de cien campanas al año, mientras que en el pasado los artesanos hacían entre 15 o 20. “Se trabajaba en primavera, verano y parte de otoño. Se vivía de eso y de las vacas”, señala.

A su favor juega que están llegando al fin de su vida útil muchas de las campanas que se colocaron tras la Guerra Civil para sustituir las que se utilizaron como “botín de guerra” y acabaron rotas, al ser lanzadas desde los campanarios, o fundidas para aprovechar el bronce como material bélico.

Los propios fundidores de posguerra reutilizaron los materiales de las campanas rotas para hacer otras nuevas, un proceso en el que añadían estaño, “porque así duran más tiempo”, apunta Portilla.

Una profesión de nómadas

Si algo ha aprendido Abel Portilla a lo largo de su trayectoria es que transportar las campanas hasta la torre de una iglesia cuesta más que hacerlas in situ. Por esa razón, muchos productores artesanos viajaban en carros de una punta del país a otra ofreciéndose para reponer campanas. “Se ponían en contacto con el cura, preparaban un horno allí y se tiraban cinco o seis meses trabajando”.

La elección de los territorios era fruto del azar. “Los campaneros de Trasmiera se reunían en un bar, donde se realizaba un sorteo. Dependiendo del resultado, a uno le podía tocar Andalucía o Castilla”, relata. “No llevaban materiales ni herramientas, solo sus conocimientos”. Allí donde se requerían sus servicios, se aprovisionaban de bronce y leña para fundirlo. Su molde era la propia tierra, que excavaban y perfilaban con mimo.

Y no solo en España. “Era gente itinerante que también hacían campanas en Portugal y en el sur de Francia”.

Algunos fueron mucho más lejos. Portilla recuerda que para la construcción de iglesias en el Nuevo Mundo “se enviaban monjes, canteros y campaneros, porque no se concebía una iglesia sin campanas”.

La clave está en la afinación

El oficio de campanero obliga a tener conocimientos de física y de química, pero también de música. Una campana no se da por concluida hasta que no se afina. Para hacerlo, Portilla utiliza un diapasón, un dispositivo de acero con forma de horquilla. “Cuando el diapasón coge la misma frecuencia que la campana, empieza sonar de manera armónica”. “Es pura matemática”, apostilla.

La actividad de su empresa es estable, pese a que el mercado es reducido. Fabrica al año alrededor de 80 campanas y recientemente ha recibido un pedido desde Portugal, una multinacional que le solicita 100 campanas pequeñas para entregar a sus empleados.

El artesano se ve con más fuerzas que nunca para seguir al frente del negocio. “Muchas personas de mi generación están deseando jubilarse. Yo seguiré a tope con mis campanas”, y lo recomienda como si en lugar de un trabajo estuviese hablando de una disciplina deportiva: “Es un ejercicio físico y mental fabuloso para mantenerte en forma”, asegura.

David Pérez

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