El arte de hacer barricas

Mariano Pérez sigue fabricando tonelería en su pequeño taller de Cueto

Mariano Pérez es uno de los últimos maestros toneleros que quedan en España y uno de los pocos que todavía fabrican barricas a mano. Los talleres artesanos que había en todas las provincias se fueron extinguiendo al desaparecer la venta de vino a granel o derrotados por las grandes tonelerías, que tienen los procesos automatizados. Desde su taller de Cueto, narra cómo pasó de pertenecer a un grupo de folclore cántabro a ejercer un oficio en riesgo de desaparición.


El primer contacto de Mariano Pérez con la madera se produjo a los 25 años. Por entonces formaba parte de un grupo de música tradicional cántabra y, aunque podía vivir de ello, era un trabajo de pocas semanas al año. Los veranos estaban cargados de actuaciones, pero nadie les llamaba en los inviernos.

Los integrantes del grupo folk empleaban ese tiempo en rescatar canciones antiguas para añadirlas a su repertorio. Pérez probaba, además, la posibilidad de convertirse en luthier. La primera de sus creaciones fue una pandereta y, tras muchas horas de práctica en la buhardilla de su casa paterna, aprendió a fabricar rabeles, tambores e incluso cajas redoblantes. Esa experiencia le sirvió para adentrarse, más tarde, en otro oficio relacionado con la madera que prácticamente ha desaparecido en la región. “Soy el último tonelero que queda en Cantabria”,  asegura.

Todo surgió cuando un amigo le comentó que el maestro tonelero Carlos Nieto buscaba una persona dispuesta a aprender la profesión. Nieto era hijo de un matrimonio procedente de Rueda –una localidad de Valladolid de gran tradición vinícola– que migró a Cantabria en los años 30 e instaló en Santander un taller para fabricar toda clase de barricas y toneles.

Mariano no ha dejado de fabricar, también, instrumentos musicales tradicionales, como estas panderetas.

El músico no dudó ni un instante en aceptar el reto. “Él me enseñó”, reconoce agradecido. El aprendiz no solo heredó el conocimiento de su mentor, también las herramientas con las que trabaja la madera. “A día de hoy sería imposible conseguir cualquiera de estos utensilios”, dice señalando a su alrededor. “Yo por suerte ya los tengo”, añade.

El artesano explica las dos unidades tradicionales de medida que se siguen utilizando para calcular el tamaño de las barricas, las cántaras y las arrobas. Él, que siempre se decanta por la primera opción, enumera sin titubear las equivalencias: “Una cántara son 16 litros, media cántara son ocho litros y un cuarto de cántara equivale a cuatro litros”.

También se hacen de ocho cántaras de capacidad, unos 225 litros, pero esas grandes barricas que ambientan tantos bares y restaurantes, se hacen en tonelerías grandes.

Las barricas también reciben diferentes nombres dependiendo de la zona y de su morfología. En Liébana y en Castilla y León se las conoce como carrales. Además existe una variedad, el bocoy, muy utilizado en Manzanilla (Huelva). Se trata de un barril de gran tamaño destinado a almacenar el mosto que se convertirá en vino tras un proceso de fermentación. “Tienen una capacidad de unos 300 litros, y son muy robustos”, apunta.

Proceso de fabricación

Si algo define una barrica son las duelas, esas tablas curvadas que dan la característica barriga a la pieza y van sujetas por unos aros metálicos. Pueden ser de roble francés, nacional o americano.

El primer paso para hacer una buena barrica es elegir la madera y Mariano Pérez tiene claras sus preferencias. “Yo uso ahora el roble americano. El francés es más caro y el nacional, difícil de manejar, porque tiene muchos nudos y asperezas”, argumenta.

Las tablas han de transformarse en duelas. Para ello, el tonelero las perfila con ayuda de una rasoria –una cuchilla con mangos en los extremos– que se maneja en un movimiento reiterado de adelante hacia atrás. De esta manera, se obtiene la forma cóncava y convexa de las duelas.

Más tarde, se calcula el número de tablas a emplear. La cifra varía en función del tamaño de la barrica. “Para hacer una pieza de ocho litros, no haría falta más de 30 duelas”, detalla.

En ese momento entra en juego el molde. Consiste en un aro metálico, más grueso que los típicos que se ven en un barril. Las duelas van insertadas en la cara interna del molde hasta completar la circunferencia y luego se juntan entre sí a presión hasta que no queda ninguna rendija, por mínima que sea. Aunque parezca difícil imaginar que el barril queda perfectamente estanco de esa manera, no se usan colas ni pegamentos. “Si quitas los aros, la barrica se desarma”, advierte Pérez.

El artesano perfila una duela con ayuda de una cuchilla, a la que denomina rasoria.

Las duelas quedan sujetas por un extremo al molde, pero no por el otro. Llegado ese punto, Pérez fija las duelas por el lado opuesto recurriendo a un torno y un alambre. Ese proceso sería imposible sin dar antes flexibilidad a la madera, para evitar que las duelas se rompan al curvarse. “La elasticidad se consigue aplicando calor. Los toneleros usan fuego, pero yo utilizo el vapor de una olla express conectada a un tubo que lo canaliza hasta la madera. Este es mi invento”, bromea.

Después, se construye la testa, el borde que sobresale del tonel, tanto de la tapa como del fondo, y el argallo, una ranura que permite la unión de las duelas con el fondo. Posteriormente, se acometen los fondos de la barrica, formados por varias piezas (centro y chanteles), y la guinda del pastel es el falsete. Se trata de un agujero ubicado en la parte inferior en el que se inserta el grifo, que permitirá regular el flujo de vino que sale de la barrica.

Restauración, el grueso de su trabajo

Mariano Pérez es perfectamente consciente de que la fabricación de barricas artesanas cada vez tendrá menos recorrido en la región. La mayor parte de sus encargos proceden de clientes que quieren restaurar o reparar las que ya tienen. Un trabajo que requiere concentración y meticulosidad. “Si se rompe una duela tienes que tener cuidado al sacarla, porque el riesgo es que se desarme todo el barril”, explica.

Dado que el barril sufre con el uso y los años cambios físicos, ha de hacer una réplica exacta a la duela rota para que encaje a la perfección.

Sus clientes no son bodegueros sino aficionados que usan barricas para almacenar vinos de crianza, blanco de solera o vermut. También los hay que las utilizan, simplemente, para decorar el salón de casa.

Cuando se emplean con vino blanco, el tonelero recomienda utilizarlo de alta graduación, ya que cada vez que se extrae de la barrica, entra aire y la actividad de los microorganismos puede picar el vino. “Si las bacterias se introducen en la fibra de la madera, el vino se pica, aunque la laves muy bien”, advierte.

El interior de su taller.

El taller de Cueto en el que trabaja mañanas y tardes no es su primer establecimiento. Hace años, Mariano Pérez montó un taller de tonelería “muy grande”, con la intención de vender fuera de Cantabria, pero el negocio no cumplió sus expectativas empresariales y prefirió decantarse por un local más pequeño.

Pese a ello, la tonelería tiene cada vez más demanda, especialmente en comunidades como Andalucía, donde proliferan grandes compañías industrializadas, y en La Rioja, una tierra con más de medio millar de bodegas. “Me aseguraban trabajo allí, porque prácticamente ha desaparecido la figura de tonelero, pero yo ya tengo mi vida aquí y a esta edad cuesta más dejarlo todo”, confiesa.

Pérez lamenta que en las tonelerías de gran tamaño no haya ya toneleros sino operarios que conocen el proceso de fabricación de las barricas, pero no cómo cambiar una duela.

La decadencia de una tradición

Antes de la Guerra Civil, las barricas también tenían una gran demanda en el transporte marítimo y por ferrocarril y, hasta ser sustituidas por los envases de plástico y de cristal, era común utilizarlas en las tiendas de ultramarinos para la venta a granel. “En las casas también había otro tipo de envase de madera conocido como herradas para mantener el agua fresca”, recuerda.

Mariano no tiene muchas esperanzas en que se produzca un relevo generacional, pero no lo da todo por perdido. De hecho, reconoce que le encantaría impulsar una escuela-taller para evitar que su profesión, tan demandada antaño, caiga en el olvido. Allí podría transmitir a los alumnos el entusiasmo con que sigue afrontando su trabajo: “Convertir una tabla en un recipiente y ver que echas líquido y no se pierde nada, aún me flipa”, sentencia.

El artesano, orgulloso de su trayectoria, recuerda que, aunque estudió Formación Profesional Agraria en Heras, “siempre me he dedicado a la música y a la madera”.

David Pérez

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