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El triunfo de lo imprevisible

Una de las satisfacciones de esta época tecnológica y globalizada es constatar que no siempre ocurre lo que cabía esperar que ocurriese, un respiro para las casas de apuestas, para los que creen que siempre caminan por el lado equivocado de la calle y para los espíritus libres. Y con Obama ha ganado lo imprevisible. Por mucho que las encuestas de las últimas semanas de campaña le diesen por ganador, dos años antes a nadie se le hubiese ocurrido que un negro y con un nombre demasiado parecido al de Osama bin Laden, el enemigo público número uno para cualquier norteamericano, podía llegar a ocupar la presidencia. Claro, que tampoco nadie hubiese imaginado que estaban a punto de quebrar los bancos más poderosos del país.
La CIA, el FBI, los satélites espías y los controles en los aeropuertos es posible que produzcan demasiada información banal que en manos de administraciones paranoicas, como la que gobernaba los Estados Unidos, lleva a conclusiones descabelladas que antes o después hartan a la ciudadanía, porque la paciencia y los miedos tienen un límite. Así que un exceso de control provoca el descontrol interno. La ciudadanía ha decidido pasar la página de una historia de la que no se siente satisfecha y una suerte de combinaciones imprevisibles ha hecho que haya puesto los ojos en la persona más ajena a todo lo anterior que encontró.
En realidad, seria un error suponer que todos los estadounidenses han decidido que pueden fiarse más de Obama que de Bush o McCain. Para una gran parte del país, sobre todo los habitantes del interior, poco interesados en todo lo que pase en el mundo y criados en un miedo irracional a todo lo que sonase a comunismo, incluido cualquier progresismo o la seguridad social, Obama es una enorme incógnita y si no es una enorme preocupación es porque la euforia general y el tacto del presidente electo durante la campaña ha aliviado mucho los temores.
El nuevo presidente llega con las alforjas llenas de ilusión y, mientras se vacían, lo que ocurrirá tarde o temprano, tendrá que hacer mucho didactismo político, además de arreglar la economía, para homogeneizar un país bastante más heterogéneo de lo que los europeos suponemos y aprovechar la enorme vitalidad estadounidense para convertir su liderazgo militar y tecnológico en liderazgo político, algo que ha perdido en estos últimos ocho años, en los que ni siquiera ha quedado indemne su liderazgo económico, por primera vez en entredicho.
Los historiadores van a dar tintes grandilocuentes a lo que ha ocurrido el pasado 4 de noviembre. Seguramente los tiene, pero no fue el instinto general de un pueblo el que decidió cambiar la historia prefijada. Fue una suerte de casualidades, la primera de ellas, el que llegase a candidato un aspirante que ganó al propio aparato de su partido, o que sea de raza negra, algo que no cabía esperar en dos o tres décadas, al menos. Pero las revoluciones que han pasado a la historia casi siempre han sido producto de encadenamientos de sucesos relativamente triviales y en esta revolución ha tenido mucho que ver la contribución humilde de millón y medio de voluntarios que se sintieron estafados por el resultado del recuento de Florida hace ocho años y que desde entonces trabajan los votos de su entorno familiar, profesional o vecinal, con esa dedicación casi religiosa que en España nos llama tanto la atención en esos muchachos norteamericanos que recorren nuestras calles impolutos y biblia en mano, inasequibles al desaliento.
Esos votos tan humildemente recabados a través de llamadas telefónicas a los amigos, con visitas a los vecinos y con insistencias para que los votantes que se suelen quedar en casa se acercasen a las urnas son los que han cambiado el resultado, que se ha decidido por un margen más estrecho de lo que da a entender el sistema electoral estadounidense. Es curioso que la fuerza de una nación tan poderoso no esté en la enorme maquinaria militar, ni en la económica, sino en unos cientos de miles de amas de casa que mientras hacen la masa de las galletas, aguantaban el teléfono con el hombro y se turnaban con sus maridos para hacer las 20 llamadas diarias que les pedía el comité de campaña –nos pedía– a los miembros de este heterogéneo club de apoyo al candidato, ya presidente electo, que solo estamos vinculados por una cuenta de Internet. Yo no las hice, pero estoy seguro de que todos los demás, –por lo menos, los residentes en suelo norteamericano– cumplieron. Mi felicitación a todos ellos porque han cambiado su país y van a cambiar el mundo.

El hombre es el programa

Cada vez que hay elecciones, reaparecen aquellos analistas de café que consideran que tal o cual candidato ‘no tiene programa’. Los demás lo han de dar por bueno porque no han leído el tal programa. En realidad, nadie ha leído el programa de ningún candidato, porque los partidos se cuidan mucho de ir entregándolos por ahí. A todo lo más, reparten algunas hojillas volanderas llenas de generalidades que suenan muy bien pero que podían valer para cualquiera de los que se presentan.
Se trata de un engaño mutuo, porque si los partidos no quieren repartir su programa real para que nadie les reclame en el futuro lo que allí está escrito, los propios electores tampoco tienen la intención de decidir su voto por el programa. La mayoría, porque ya lo tiene decidido y entre los indecisos es probable que no llegue a un 1% el porcentaje de aquellos que tienen posibilidades de conseguir el programa oficial de cada partido, leer las cuatrocientas, seiscientas o mil páginas en que se plasman, y, después de sesudas y prolijas comparaciones, decidir.
Es evidente que todo está basado en una ficción. La liturgia de las elecciones obliga a tener un programa de peso físico, es decir, de muchas páginas, porque eso da apariencia de solvencia política, pero que nadie lo quiere repartir ni mucho menos leer, por mucho que Anguita se empeñase en convertir el libro de compromisos en su biblia particular. El único programa del que acepta hablar un elector es el de su lavadora y sólo para pedir al instalador que le indique únicamente los dos o tres que está dispuesto a memorizar, porque el resto ya ha decidido que no le compensan el esfuerzo.
El ejemplo de Obama es la mejor evidencia de que se puede ganar de calle sin que nadie sepa muy bien cuál es su programa, porque los electores, en realidad, lo que buscan es un liderazgo. Obama ha llenado sus discursos de poesía, pero más allá de anunciar que retirará las tropas de Irak a medio plazo, cerrará Guantánamo y elevará la presión fiscal sobre los ricos, nadie conoce la prosa.
El mismo eslógan de cambio que movilizó a España en 1982 ha vuelto a funcionar en Estados Unidos muchos años después, lo que no deja de sorprender en un mundo, como el de la propaganda, donde dos décadas y media parecen siglos. Eso indica que, en el fondo, los mecanismos por los que nos movemos los humanos evolucionan poco a lo largo del tiempo y a lo largo del mundo. Cuando alguien está harto de algo, lo único que tiene claro es que quiere cambiarlo, en EE UU o en España, en 1982 o en 2008.
Obama no ha concretado en ningún terreno pero lo que ha dicho era todo lo que el electorado necesitaba oir. Ha sido tan eficaz que hasta los políticos y los periódicos españoles que apoyaron a muerte la invasión de Irak, el unilateralismo de Bush y EE UU (al que no se recataban en rendir vasallaje denominándolo el Imperio), los que anunciaban el decrépito hundimiento de la vieja Europa por falta de músculo militar, han escrito ahora que si pudieran hubiesen votado por Obama. Vivir para ver.
Vista la capacidad de contagio que tiene el discurso del líder afroamericano incluso en la España pro-Bush, no vale el argumento de que este tipo de discursos llenos de grandes palabras pero vacíos de compromisos valen para Estados Unidos pero no para Europa. En realidad, valen para todas partes, porque lo que los electores votan, y cada vez más, es a las personas. Hace 70 años, sólo unos pocos podían asistir a los mítines de Azaña, de Indalecio Prieto o de José Antonio Primo de Rivera; el resto hablaba de oídas. Ahora, todo el mundo desayuna, come y cena con las imágenes de los candidatos en su casa, sabe sus debilidades, la historia de su familia y la marca de su lavavajillas. Y todo esto es más relevante para el elector, que un programa político, al igual que el comprador de un coche que se ha enamorado de las líneas de un modelo concreto, no tiene mayor interés en que le den prolijas explicaciones sobre el motor. El hombre es el programa.

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