Value for money

El buen o mal hacer de una empresa se puede medir de una y cien maneras, pero hay un indicador inapelable y que no admite excusas: su cuenta de resultados. Si ésta muestra números rojos, los propietarios y gestores de aquélla tienen una señal inequívoca de alerta, de que algo no marcha como debería; si no consiguen ponerle remedio en meses, a lo sumo en unos pocos años, la empresa tendrá que cerrar. En la Administración, las cosas son bien diferentes. Hoy en día desarrolla multitud de actividades de servicio público, a menudo en competencia directa o indirecta con el sector privado, pero a pesar de ello no cuenta con una medida que señale si el uso que está dando a los recursos de que dispone es o no el adecuado.
Tradicionalmente, el control al que la actividad de la Administración se ha sometido se ha centrado en dos niveles. El primero, el examen de cuentas, consiste en verificar que las cifras que figuran en ellas reflejan de manera fiel la realidad. El segundo, el control de legalidad y regularidad, trata de asegurarse de que las operaciones se han llevado a cabo respetando las leyes y reglamentaciones vigentes.
El tiempo ha ido haciendo palpable que estos dos tipos de control son insuficientes. Un órgano administrativo, una empresa pública o un ayuntamiento pueden estar cumpliendo al pie de la letra la normativa y, sin embargo, estar derrochando los recursos de los contribuyentes en programas mal diseñados, pobremente dirigidos, de objetivos poco definidos, o que no prestan bastante atención por los costes en que incurren.
Poner freno a esta situación ha levantado en los últimos veinte años un interés palpable. Este fenómeno es del todo comprensible si se tiene en cuenta que en este período el ritmo de crecimiento de los ingresos públicos se ha reducido, por el agotamiento de las bases fiscales y por la creciente rebelión de los ciudadanos a continuar pagando un alto porcentaje de sus rentas en impuestos sin tener la certeza de que se está dando un buen uso a su dinero.
Con la intención de llenar este vacío se ha ido desarrollando un tercer tipo de control, complementario de los dos anteriores. Su objetivo es examinar hasta qué punto se han conseguido los objetivos de gestión que se habían fijado, por medio de fiscalizar los procesos de toma de decisiones, los de programación y las tareas de ejecución y control, desde la óptica de la adecuación de los medios utilizados a los resultados obtenidos. A este nuevo tipo de control se le ha venido a llamar auditoría de buena gestión o auditoría de performance (en inglés, performance audit o value for money audit).

La auditoría de performance

La auditoría de performance tiene por objetivo principal determinar si los recursos con que se ha contado se han utilizado siguiendo los criterios de eficacia (hasta qué punto se han cumplido los objetivos previstos), eficiencia (qué relación ha habido entre los inputs utilizados y los outputs obtenidos) y economía (en qué condiciones se han adquirido los recursos de que se ha dispuesto).
Conviene no olvidar, sin embargo, que el organismo que se audita no es una empresa privada. Este hecho introduce un elemento diferenciador que no se puede ignorar: el carácter público del ente auditado condiciona su gestión (está sometido a una normativa de funcionamiento), sus objetivos (que no sólo son la obtención de un beneficio, sino que también tienen una dimensión social) y su toma de decisiones (sus gestores tienen una dimensión política, de cuya lógica no pueden desprenderse). Si a ello se le añade el tamaño enorme que suelen tener los organismos públicos y lo diverso de sus actuaciones, que impide formarse fácilmente una visión de conjunto, se comprenderá que las normas de auditoría privada no se pueden extender sin más al terreno de lo público.
¿Qué hacer, entonces? Si una auditoría privada consiste en analizar los balances y cuentas de resultados, en un organismo público consistirá en analizar (o idear, si se da el caso) un sistema de indicadores que aporten información sobre la calidad de sus procesos de gestión interna (indicadores de gestión) y sobre los outputs que obtiene (indicadores de resultados). Este sistema de indicadores deberá estar adaptado a la actividad de cada organismo público.
Imagínese el lector el caso de una biblioteca pública de barrio, que cuenta con un fondo de 30.000 volúmenes consultables in situ o mediante préstamo. Ha sido sometida recientemente a una auditoría de cuentas y de legalidad, que ha demostrado que su actividad cumple con la normativa vigente.
El veredicto de esta auditoría es, sin embargo, insuficiente porque no entra a discutir si la biblioteca está cumpliendo el fin para el que fue creada; en otras palabras, si da la talla como dinamizadora de la vida cultural del barrio o si se limita a languidecer esperando a unos lectores que nunca vendrán.
La auditoría de performance intentaría esclarecer cómo se están haciendo las cosas en la biblioteca. Así, en primer lugar, se investigaría si se aprovechan los recursos materiales con que se cuenta: no sólo si se consume poca o mucha electricidad, sino también si se ha elegido la mejor tarifa; no sólo si el personal acude regularmente a su puesto de trabajo, sino también si su perfil y formación son los idóneos para la función que ocupan; si la política de aprovisionamiento de nuevos fondos es la acertada y si se hace a un coste razonable.
Pero no acabaría ahí todo, sino que también dedicaría su atención a asegurarse de que se está cumpliendo con su razón de ser. Si se entiende que el objetivo de la biblioteca es hacer llegar sus fondos al mayor número posible de ciudadanos, el indicador de resultados natural sería el número de usuarios que ha tenido, que se podría subdividir en el número de visitantes que ha recibido y en el número de libros que se han prestado. Otros indicadores de resultados posibles consistirían en medir el tiempo de espera que un usuario debe aguardar hasta que se le proporciona el libro que ha pedido, el número de libros no devueltos o el número de peticiones que no se han podido atender.
Con los datos de todos estos indicadores, los auditores tendrían un caudal de información suficiente para valorar cómo va la biblioteca y para señalar los defectos y virtudes de su gestión y las recomendaciones pertinentes. Apoyándose en estas conclusiones, los responsables directos de la biblioteca y sus superiores jerárquicos podrán tomar sus decisiones con mayor conocimiento de causa.

Más rigor

La auditoría de performance no es, sin embargo, ningún remedio mágico. Su mayor limitación reside en que las conclusiones a las que llega no se pueden contrastar con otros casos similares porque muy a menudo falta información de referencia, cosa que, por tanto, les resta credibilidad. En otro orden de cuestiones, algunos tratadistas opinan que el carácter público de los organismos auditados justifica que se tengan en cuenta otros parámetros, como la equidad y el medio ambiente.
En cualquier caso, la auditoría de performance ayuda a que la actividad del sector público se desarrolle con más rigor. En Estados Unidos, que fueron sus pioneros, Alemania, Austria, Canadá, Japón, Nueva Zelanda y Suecia las auditorías a organismos públicos incluyen siempre auditorías de performance. En España, la exigencia de eficiencia y economía en el gasto público ha alcanzado rango constitucional; tanto el Tribunal de Cuentas como los órganos similares que hasta la fecha han creado diez Comunidades Autónomas llevan a cabo auditorías de eficiencia y economía.

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