Un alto en el camino de las harinas

El Camino Real que unió Santander con Reinosa en 1753 y un par de décadas más tarde con Alar del Rey cambió muchas cosas en lo que hoy es Cantabria. Arrumbó algunas economías del interior que se habían desarrollado en otras rutas más tortuosas para acceder a la Meseta e hizo florecer todo el eje que marca el Río Besaya hacia la costa y que, por derivación, llega hasta Santander. En realidad, esta fue su razón de ser, porque la ciudad había recuperado en 1752 el derecho a comerciar en lanas con otros puertos europeos y, una vez abolido el monopolio de Sevilla, también pudo iniciar los tráficos con América en 1778.
El Camino Real aprovechaba la senda abierta por el Camino de Reinosa, surgido para exportación de la lana burgalesa a través del puerto de Santander y a su vez deudor de la calzada romana. El declive de la lana en ese momento contribuyó a que enseguida fuese conocido como el Camino de las Harinas, al convertirse en la ruta más directa para embarcar el cereal castellano destinado a la exportación.
Pronto resultó evidente que resultaba más práctico convertir el cereal en harina y el hecho de que el Río Besaya, caudaloso y rápido en casi cualquier época del año, bordease el camino propició el asentamiento de numerosos molinos a lo largo de su curso. Curiosamente, la mayoría de ellos fueron costeados por inversores vascos, al igual que las fábricas de curtidos, que también aprovecharon ese corredor.
Los molinos fueron convirtiéndose en auténticas fábricas a medida que avanzaba la maquinización y las turbinas introducían la posibilidad de generar electricidad. Aún quedan en el curso del río algunos edificios que pueden dar fe de ello.
El ex consejero de Medio Ambiente, José Ortega Valcárcel, estudioso de este proceso de industrialización de Cantabria, quiso reflejar en un centro de interpretación esta larga época de más de dos siglos de fabricación de harinas y la idea se ha plasmado ahora, a través del CIMA, en un almacén que quedaba en pie de La Montañesa, una fábrica situada en El Ventorrillo (Pesquera) que estuvo activa hasta los años 60 del pasado siglo. En ella se recrea con toda fidelidad el proceso industrial de las harinas y se deja constancia de la influencia que tuvo el Camino en el desarrollo fabril de toda la cuenca del Besaya, ya que, además, desarrolló el transporte y otras actividades auxiliares, sirvió para el comercio de maderas, hierro y vinos e impulsó el asentamiento de población en torno a la desembocadura.
El corredor industrial que creó el Camino de las Harinas era una forma de prolongar el Canal de Castilla hasta la costa, aunque fuese con una calzada terrestre y no a través de una vía de agua, como llegó a plantearse en su momento, lo que hubiese requerido un complejísimo sistema de esclusas para salvar la enorme diferencia de cotas con la Meseta.
Las ingentes cantidades de grano castellano y harinas que se enviaban hacia el Puerto de Santander no tenían otra alternativa que este angosto paso entre montañas dibujado por el río, del que tampoco han podido alejarse, posteriormente, el tendido de ferrocarril, la carretera nacional 611 y, en fechas muy recientes, la Autovía de La Meseta.
La continuidad de ese paso estratégico a lo largo del tiempo permitió que la actividad harinera perdurase en la zona más de dos siglos, aunque los privilegios para este comercio que los Borbones otorgaron al puerto de Santander –y que por un tiempo dejaron en inferioridad al de Bilbao– fueron muy efímeros.

El proceso industrial

Una vez llegado el cereal a las fábricas de harina en los carros, primero, o en vagones de ferrocarril, más tarde, era necesario proceder a su limpieza, una tarea que en las épocas más recientes se realizaba con la maquinaria instalada en la planta superior del Centro de Visitantes. Un procesos complejo e ingenioso en el que que varias máquinas de vaivén, movidas por el agua, conseguían separar las piedras que inevitablemente acompañan al grano y desprenderlo de cualquier otra impureza. El cereal pasaba de un proceso a otro sin intervención humana a través de un curioso sistema de torres y canales aéreos carenados en madera en cuyo interior circulaba una cadena sinfín de cangilones en cada uno de los cuales viajaba una pequeña porción del cereal.
Una vez llegado a la planta inferior, el trigo se molía en la batería de máquinas que allí puede verse, desde las que, por otro procedimiento de transporte semejante, pasaba a los cernedores, tamices rectangulares oscilantes que separaban el producto por calidades, aprovechando siempre la fuerza del agua que circula por el cauce construido bajo el edificio, bien como fuerza motriz directa o, más tarde, como generadora de energía eléctrica.
Las máquinas fueron adquiridas y restauradas por el Colegio de Ingenieros Industriales de Cantabria, que las ha cedido para el Centro y hoy muestran el aspecto de sus mejores años, con una mínima diferencia: algunas de las cabezas de transmisión del movimiento a los cernedores planos aparecen rotas. No se trata de un deterioro por el uso sino del reflejo de otra circunstancia histórica: Hace unas décadas, un plan de cierre ordenado de las viejas fábricas ofreció a los empresarios una compensación económica a cambio del abandono de la actividad y esa retirada se garantizó inutilizando la maquinaria. Bastó destruir esas piezas de hierro fundido para bloquear todo el proceso fabril. En la mente del CIMA está ahora la posibilidad de reponerlas y hacer funcionar toda la maquinaria antes o después.
El nuevo Centro de Visitantes está abierto de viernes a domingo y tiene la doble vocación de recordar un largo periodo de la historia industrial de Cantabria y de limitar la decadencia de unos municipios por los que siguen pasando las mercancías que vienen o van a la Meseta, pero donde ya no se detienen.

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