Inventario

Que el Estado decida

En España hay más 60.000 embriones esperando que alguien tome una decisión sobre su futuro. Las clínicas de fertilidad no pueden destruirlos legalmente y los padres, que son los propietarios, no están por la labor de complicarse la vida decidiendo sobre algo que les plantea dudas morales. En teoría, debieran haber servido para investigación o para la donación a otras familias que desean tener hijos y no pueden, pero en la práctica ni eran necesarios para la investigación (la razón que emplearon los médicos para justificar la fertilización de muchos más óvulos de los necesarios, garantizándose el éxito de sus tratamientos sin tener en cuenta las consecuencias), ni se han utilizado para donaciones, porque los padres suelen ser maduros y la ley impide que los embriones para donación procedan de mujeres que superan los 35 años. La consecuencia de todo ello es que el destino de los embriones se ha convertido en otro problema más del Estado.
El Gobierno está para decidir sobre muchas cosas y, en opinión de los votantes, en casi todas escoge la opción equivocada. Sin embargo, casos como este demuestran que dejamos en sus manos hasta nuestras decisiones más íntimas, por el mero hecho de quitarnos el problema de encima. Cuando las clínicas donde se conservan estos miles de embriones se han dirigido a los padres para que autoricen su destrucción o propongan otro fin, ni siquiera han contestado. Eso les habilita para decidir por sí mismas pero, cautelosas ante los problemas que pueden tener con algunos colectivos sociales o con los propios padres, han decidido no hacer nada por su cuenta. Que sea el Gobierno el que decida.
Quienes insisten en pedir que el Estado no se entrometa en nuestras vidas tendrían que ser más conscientes de que, en realidad, estamos deseando inconscientemente que nos diga qué hacer con ellas. Desde que nacemos –como en el caso de los embriones– hasta que nos morimos. La Ley de Muerte Digna no deja de ser el apoyo que las familias y los sanitarios reclaman para saber qué hacer en un proceso terminal, descargándose de una decisión incómoda.
Entre una y otra, esperamos que nos orienten sobre las mejores aptitudes de nuestros hijos, que nos propicien empleos cerca de donde vivimos y que nos impulsen a tener niños, porque si no hay ayudas bajan los nacimientos. Es posible que los gobiernos, sobre todo los socialdemócratas, se hayan dejado llevar por políticas conductistas, orientando en exceso la vida de la ciudadanía y eso nos ha llevado a una actitud tan acomodaticia que ya nadie se plantea que su futuro es responsabilidad única y exclusivamente suya. Sólo si todo le sale bien y hace carrera, se atribuirá los méritos. Si va dando tumbos, de fracaso en fracaso y desempleo en desempleo, el problema será exclusivamente de lo mal que se gobierna el país.
En muchos ámbitos, ese paternalismo estatal nos ha sacado del atraso secular y nos ha convertido en ciudadanos. Nos ha dicho cómo tenemos que conducir, cómo cuidar nuestro cuerpo, cómo evitar conductas de riesgo y cuántos años debemos estudiar obligatoriamente, pero nos ha convertido en sujetos demasiado pasivos de nuestras propias vidas. En España es difícil encontrar trabajadores que asuman responsabilidades y, en cambio, hay demasiados que esperan que les digan en cada momento lo que tienen que hacer o, si es posible, hacer siempre lo mismo. Pero el futuro no va precisamente por ahí. Todo lo que sea rutinario quedará para las máquinas y los humanos se limitarán a los puestos de trabajo creativos y aquellos en los que haya que tomar decisiones. Quien no entienda esto está perdido, pero la sensación es que las nuevas hornadas de trabajadores siguen pensando que su papel va a ser el mismo que hicieron sus padres o sus abuelos y, lo que es peor, que eso debe estar garantizado por el Estado. Desgraciadamente, aunque lo diga la Constitución, en la canastilla de cada recién nacido no hay ningún empleo reservado con su nombre para el día que acabe sus estudios ni tampoco una vivienda. Y no lo habrá con este ni con ningún gobierno. El Estado ni lo puede todo ni está ahí para resolver todos nuestros problemas, incluidos los morales, diciéndonos lo que debemos hacer con nuestros propios embriones. Claro que también debió evitar que la gente se viese metida en ese jardín.

China ya no es lo que era

Las grandes compañías mundiales de moda que compiten con Zara han pinchado, lo que ha hecho a la compañía de Amancio Ortega más líder aún. Acusan los efectos de haber confiado a los talleres chinos gran parte de su producción, mientras que Inditex apenas encarga allí el 30% de lo que vende, un porcentaje inferior a lo que cose en talleres españoles, portugueses o marroquíes. Y no es tan contradictorio como parece. Quienes fabrican en China se han encontrado con un inesperado alza de los costes salariales, como consecuencia de un movimiento reivindicativo de los trabajadores que se inició el pasado año en las grandes fábricas y que se contagia a todo tipo de actividades.
No es que los salarios chinos hayan alcanzado el nivel de los españoles, pero cuando los márgenes del negocio se obtenían gracias a ese bajo coste laboral, las subidas pronto se los comen. Suponer que en el reparto mundial de papeles, China iba a ser un paraíso permanente de los bajos costes salariales era mucho suponer. En este mundo donde todo ocurre tan deprisa, los propios chinos han comenzado a trasladar ese papel a países próximos menos desarrollados. El Gobierno de Beijin, que no se duerme en los laureles, ha decidido reposicionar a su país en productos de más valor añadido y que las empresas subcontraten los trabajos de menos valor en las zonas agrarias del interior o los trasladen a terceros países. Es decir, que en menos de una década se ha producido un cambio de papeles.
Los fabricantes extranjeros, que tan cómodos estaban con las condiciones anteriores, se encuentran ahora en la obligación de replantear sus estrategias de aprovisionamiento y los competidores de Zara, en concreto, van a perder un tiempo muy valioso en esta reorganización.
El ejemplo de China puede servir para quienes tanta confianza parecen tener en diseñar modelos económicos estables a largo plazo. Ningún sector garantiza el futuro, ni siquiera el de las nuevas tecnologías, y ninguna especialización dará de vivir a más de una generación a partir de ahora. La China que hemos conocido en estos diez últimos años ya se está reinventando y nosotros seguimos pensando que podremos vivir eternamente de lo que vivíamos hace dos, tres o cinco décadas.

Eras de 24 horas

Era el primer día de una nueva época, pero fue también el último. El juez Acayro decidió concluirla esa misma tarde. Así que hemos vivido tres épocas en el mismo mes, al menos en Castro Urdiales, donde los partidos políticos dan claras muestras de no tener el más mínimo interés por cambiar nada. Todo vale para formar una mayoría, es decir, para conseguir el poder, y uno de los ingredientes decisivos es el desparpajo. Hablar de una nueva era fichando al ex alcalde Rufino Díaz Helguera es para nota, sobre todo si se tiene en cuenta que en ese momento ya estaba imputado al menos en un caso. Hormaechea por lo menos prometía volver al futuro, que resultaba más ilusionante, por desconocido.
El PP mantuvo a Muguruza toda la legislatura pasada, impidiendo que se le pudiese presentar una moción de censura, por lo que podía haber ofrecido a los vecinos esa nueva época mucho antes. Para colmo, la corrupción ha dejado sin solvencia moral al resto de los partidos. El PSOE, porque algunos de sus miembros proceden de la época de Díaz Helguera y están imputados. El PRC, por el ojo clínico de habernos proporcionado a Muguruza, un médico con prestigio que, una vez metido a político, no sólo no regeneró la clase política sino que la empeoró notoriamente y acabó por convertirse en una catástrofe para el municipio.
De la responsabilidad por lo que ocurre en Castro no se libran ni los funcionarios, porque entre los empapelados por el juez se encuentran muchos de los más relevantes, incluidos siete arquitectos de dentro y de fuera de la administración pública.
El problema de Castro Urdiales no han sido los políticos, como se suele suponer, sino el modelo de urbanismo, el mismo que se aplica en toda la costa cántabra, con muy escasas excepciones. La única diferencia es que Castro está demasiado cerca del País Vasco y eso aumentaba la ambición de los promotores. En un municipio donde cada año se construían alrededor de mil viviendas (más, incluso, que en Santander) el dinero llegaba como un tsunami imparable que superaba cualquier barrera profesional y moral. 200.000 o 300.000 millones de pesetas invertidos en promociones inmobiliarias en un solo ayuntamiento en una década es mucho más de lo que pueden contener las salvaguardas legales, morales o profesionales. Aunque solo fuese por el beneficio que puede suponérsele a los promotores de esa inversión (no menos de 30.000 millones de pesetas) es evidente que estamos hablando de cifras incontenibles, capaces de mover las voluntades de los funcionarios públicos, de los concejales, de los alcaldes y de cualquiera. Demasiado dinero para ser controlable en la corta distancia de los municipios. Así que la máquina encementadora devoró los cauces de los arroyos, las aceras y los cerebros. Quién iba a resistirse a semejante tentación si el dinero acababa por llegar a todos los bolsillos, desde los propietarios de las fincas a quienes tenían que aprobar las licencias, pasando por todo tipo de negocios, porque los billetes tienen la vocación de circular y lo hacen con más rapidez cuanto más deprisa se ganan, de acuerdo con alguna ley física que aún está sin formular.
Lo que ha pasado en Castro, lo de Noja, Argoños o lo de legislaturas anteriores en Comillas demuestra que el urbanismo no puede ser dejado en manos de los ayuntamientos. El nuevo Gobierno ha heredado un Plan del Litoral que ha puesto freno a muchos de estos comportamientos y que ojalá respete, pero también ha heredado una Ley de Costas que quiere cambiar. Si lo hace, que sea en beneficio de las actividades productivas que ya existen y no para excitar nuevas veleidades especulativas que estaban apagadas. Algunos creen que la solución a la crisis está en aprobar muchos planes de urbanismo y multiplicar el suelo disponible. Deben ser partidarios de la homeopatía, los que creen que el mal es su propia medicina. Si la crisis se resuelve con la escasísima tinta de bolígrafo que se necesita para firmar las recalificaciones de suelo, qué hace tanta gente perdiendo el tiempo. Pero la realidad es mucho más compleja y en España ni siquiera hemos llegado a Keynes. Nos hemos quedado en los tiempos de los fisiócratas, cuando en la economía solo había un valor: el suelo, aunque aquellos, los muy ingenuos, lo querían para cultivar.
Y al parecer esto, que ya hemos vivido varias veces, era es el principio de una nueva época. Claro que duró 24 horas. Ahora vamos a la siguiente. Que no sea el Cuaternario.

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