Editorial

Uno de los aspectos más irritantes de los medios de comunicación es la reiteración. Aquello que es noticia resulta tan abusivamente tratado que acaba por provocar un empacho indigerible y, quizá por eso, apenas llegamos a asimilar más allá de la música. El extenuante Estatuto catalán es un buen ejemplo de cómo se puede abundar en un tema hasta la saciedad sin que eso nos lleve a sacar conclusiones claras de cómo nos afectará a todos. Lo único que parece evidente es que Cataluña abre la puerta para que entremos a repartir algunos impuestos con el Estado al 50%, lo cual no es bueno ni malo en sí mismo, pero obliga a replantearnos algunas cosas. Por ejemplo, si rentabilizamos suficientemente los impuestos que ya gestionamos.
No hay duda de que el sistema de corresponsabilidad fiscal es beneficioso para todos, porque las autonomías no pueden ser entes exclusivos de gasto, sin el coste político que supone el recaudar impuestos, un trabajo sucio que dejaban al Estado. Supuestamente, ya nos mojamos todos, pero a veces la corresponsabilidad es más formal que real. Por ejemplo, para el Estado es fiscalmente neutro que una empresa esté en nuestra comunidad o en otra (siempre que no sea el País Vasco o Navarra) porque va a percibir lo mismo, pero no para nosotros.
El caso de Sniace puede servir para ilustrarlo. Desde hace década y media, la empresa ha obtenido toda la ayuda posible del Gobierno cántabro, como no podía ser de otra forma, pero ni con Hormaechea, ni con Martínez Sieso ni con Revilla se le ha pedido que traslade su sede social de Madrid a Cantabria. Para la compañía no habrá mucha diferencia, pero para Cantabria supondría un importante pellizco: el 35% del IVA que generan sus ventas se quedaría en la región y eso supone varios cientos de millones de pesetas al año. También el 1% de la ampliación de capital que ha puesto en marcha pasaría al erario autonómico a través del impuesto que grava los actos societarios, que así disfrutará Esperanza Aguirre.

Hay más empresas en circunstancias semejantes y no parece un objetivo imposible conseguir que parte de ellas cambien su domicilio fiscal, no para robarles contribuyentes a otras regiones, sino para que los ingresos se correspondan con el lugar donde realmente realizan su actividad. Bastante problema es para regiones como la nuestra que las multinacionales tengan su sede española en Madrid o en Barcelona, con lo cual nunca podremos participar de sus pagos por Impuesto de Sociedades, si algún día se ceden, aunque estén aquí las fábricas y obtengan aquí sus beneficios.

La autonomía, como descubrió Hormaechea, no sólo está en los estatutos, sino en el dinero del que se dispone. Él podía ser mucho más autonómico cuando gastaba cantidades ingentes que cuando se secó el pozo. Hoy, aunque la situación financiera es buena, tenemos pozos que explorar para hacerla mejor. La experiencia de estos años ha demostrado que es muy difícil establecer nuevos impuestos y no basta con tener la facultad de hacerlo. Basta ver el tortuoso camino del canon de saneamiento que aprobó el Gobierno de Martínez Sieso en 2002 y nadie se ha atrevido a aplicar hasta hoy. No aparecen nuevos hechos gravables y para pagar la sanidad ha habido que recurrir a algo tan poco defendible como recargar los impuestos de la gasolina y del gasoil. Por tanto, no cabe más solución que pelear en el único terreno de juego existente.
Madrid nos disputó la herencia de Botín y nosotros podemos disputarle la fiscalidad de muchas empresas. Eso no necesita debates grandilocuentes sobre redacciones estatutarias o derechos históricos, sino una política de despacho que convenza a quienes ejercen su actividad en Cantabria de que deben pagar aquí. El día que las constructoras que trabajen en la región sean mayoritariamente nacionales y las fábricas multinacionales, nos dará igual que tengamos cedido el 50% o el 100% del IVA: lo pagarán en otro sitio. Eso es lo que tenemos que discutir en nuestro Estatuto.

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