Iniciativas heroicas

Habría que preguntarse por qué han comenzado a aparecer salas de conciertos, de teatro o de exposiciones cuando sus promotores se ven obligados a hacer piruetas económicas para poder mantenerlas. Quizá sea la demostración más convincente de que aún queda una pizca de romanticismo en el mundo de los negocios. Es el caso de la compañía Escena Miriñaque, que ha inaugurado una sala de teatro de más de 300 m2 en la calle santanderina de Isaac Peral.
Miriñaque dejó de ser una asociación cultural para transformarse en una empresa dispuesta a producir espectáculos e impartir formación. Las cosas marcharon bien y, dado que necesitaban más actores, tres años después crearon la primera escuela de teatro privada de la región. Ahora que se dedican a formar nuevos talentos y el público no les falta, han decidido dar un paso más y crear un espacio para programar sus espectáculos, lo que nuevamente les convierte en pioneros. No sólo han abierto la primera sala teatral que no depende de instituciones públicas, sino que programa seis actuaciones a la semana, entre teatro, danza, exposiciones y talleres.
La idea partió de tres socios, Joaquín Solanas, Esther Velategui y Noelia Fernández, y ha sido financiada al completo con fondos de la compañía. Adaptar las instalaciones y dotarlas de una infraestructura mínima les ha costado 120.000 euros, a los que ahora han de sumar los consumos y gastos del personal, así como los cien mil euros que calculan necesarios para contratar cincuenta funciones al año con producciones ajenas, a razón de dos mil euros por compañía.
El principal ingreso de esta compañía de actores-profesores-empresarios procede de la venta de entradas, que se comercializan a un precio de entre seis y nueve euros. Ese precio popular, unido al hecho de que el aforo del local sea de sólo noventa butacas hace que, en principio, los números no salgan. Alquilar su uso a otras compañías teatrales podría servir de ayuda, pero complica el objetivo que se han fijado de “cuidar la programación al detalle para favorecer la calidad, la diversidad y la apuesta por la gente de aquí”.
La iniciativa no busca, claramente, la rentabilidad económica sino la artística, aunque va a generar empleo en las compañías de teatro que podrán asegurarse 250 días de trabajo al año con la nueva sala. Miriñaque se conforma con que la sala no pierda y pueda ser mantenida por las otras actividades que realiza la empresa. No niegan que eso tenga un punto de heroicidad, pero lo atribuyen a su propia naturaleza: “No somos gestores, sino teatreros”.

Vocación cultural y comercial

Del Sol St., la última y más grande de las galerías de arte que se han abierto en Santander, está concebida como una especie de centro cultural para fomentar el coleccionismo. Detrás se encuentran el crítico y comisario de exposiciones Fernando Zamanillo, la artista Gloria Bermejo y el empresario hostelero Carlos Crespo.
Fernando Zamanillo reconoce el riesgo que representa abrir un negocio semejante, pero dice que los fundadores lo han asumido “con ánimo y optimismo a medio plazo”. Y es que Zamanillo, en contra del pesimismo que suele rodear al mundo de la cultura, considera que Santander es “la capital de una región autónoma cada vez mejor comunicada, con una oferta de servicios que ha mejorado manifiestamente y una actividad cultural abundante y de calidad”.
Como para cualquier otro galerista de arte contemporáneo, el reto es “mantener una propuesta cultural dentro del obligado planteamiento comercial”. No obstante, cree que el conocimiento del mercado artístico y la buena cabeza a la hora de gestionar la administración, la publicidad y los canales de comunicación, pueden ser una fórmula de éxito. Eso, unido a “grandes dosis de riesgo, para apostar por una programación coherente y no temer los altibajos”. De momento, la primera medida para captar clientela será ofrecer la financiación de las compras.

Año y medio de ‘rodaje’

No hay mejor ejemplo de arte industrializado que el cine promovido por los magnates de los estudios americanos. Louis B. Mayer, productor de la Metro Golden Mayer, declaraba abiertamente su interés por hacer, ante todo, dinero. Pero José Pinar, propietario de las céntricas salas de cine Groucho, huye del estilo hollywoodiense tanto en las películas que exhibe como en su forma de concebir el negocio. Por el contrario, piensa que cuando el cine pasa a ser parte de la vida propia, no prima la rentabilidad económica sino la satisfacción personal: “Si sólo fuera una cuestión económica, vendería mañana”, dice, “pero me compensa y satisface la fidelidad de quienes agradecen esta alternativa”.
Su cinefilia le llevó a destinar sus ahorros a la puesta en marcha de los Groucho. Para ello, necesitaba 240.000 euros, de los que pudo poner la mitad de su patrimonio. El resto tuvo que buscarlo por otras fuentes y admite que ni bancos ni instituciones públicas se lo pusieron fácil.
Después de estudiar el negocio, Pinar concluyó que necesitaba una asistencia media semanal de 900 espectadores para subsistir y hacer frente a gastos y préstamos. Las salas han superado los cuarenta mil espectadores durante el primer año, lo que considera “un buen comienzo”, pero el promotor reconoce que no acude el público suficiente como para asegurar su rentabilidad a corto plazo, ya que la mitad de la taquilla va a parar a las distribuidoras de las películas y el resto a sufragar los sueldos de tres empleados: un operador, un diseñador gráfico y un director-programador, cargo que ejerce el propio Pinar.
Para atraer a nuevos espectadores y luchar contra los descensos estacionales, el pasado año organizó un ciclo veraniego relacionado con la gastronomía que animó a unas 2.500 personas a ver las películas y disfrutar de los pinchos servidos a la entrada. En agosto repetirá la experiencia y antes probará suerte con otro ciclo sobre el comic.
Pinar cree estar contribuyendo a que los santanderinos retomen el hábito de ir al cine sin salir de la ciudad y aprovecha para pedir a las instituciones que “dejen de hacerle la competencia ofreciendo cine subvencionado y ocupen el lugar que les pertenece en la recuperación y archivo del material cinematográfico y en la organización de actividades para su fomento”.

Hostelería y espectáculos

El gerente del Doménico, Marco Antonio Rado, es el único que afirma que arte y negocio son compatibles. Ya han pasado más de dos años desde que se inauguró el café-teatro y su balance es positivo. No obstante, está convencido de que el local no hubiera salido adelante sin el trabajo “casi altruista” de un grupo de socios minoritarios que, en su opinión, “han sabido formar un equipo compacto y aportar, cada uno, la faceta en la que era especialista, ya fuera el sonido o las relaciones públicas”.
Cafetería por el día y discoteca por la noche, el Doménico cuenta con diez empleados y una capacidad para trescientas personas. Su novedad fue la de combinar el picoteo y las copas con las actuaciones en directo de música, humor, teatro o ilusionismo casi todos los días de la semana. Rado insiste en que los espectáculos han de ser lo bastante interesantes como para sacar de casa entre semana a unos jóvenes que cada vez tienen más incentivos para quedarse en ella.
La inversión necesaria superó el millón de euros, a pesar de lo cual, los promotores decidieron no cobrar la entrada al espectáculo, y sólo las consumiciones, al considerar que el público cántabro no estaría dispuesto a pagarla. Hasta ahora, el tiempo les ha dado la razón.

De macro-conciertos a sala de fiestas

Tan novedoso como el concepto de café-teatro fue la irrupción de la macrosala de fiestas D`Manu, en dos naves industriales del extrarradio, una propuesta musical más propia de grandes ciudades. Su propietario, José Manuel González, había puesto en marcha anteriormente la Sala Eventos, en el polígono industrial Elegarcu, en Cacicedo de Camargo.
González decidió invertir más de un millón de euros en este proyecto y, después de un año y medio, califica su rentabilidad de “nula o, al menos, dudosa”. Aunque no se lo recomienda a nadie que quiera ganar dinero, dice no arrepentirse, porque confía en que la situación mejore en un futuro. De hecho, la asistencia diaria a la sala –entre setecientas y mil personas– es mucho mayor que al principio.
El promotor achaca la falta de tirón de los conciertos al propio funcionamiento de los grupos musicales. Los que tienen un caché alto, establecen ellos mismos el precio de la entrada entre 15 o 18 euros, lo que retrae a los jóvenes de consumir y reduce las ganancias de la sala, que las obtiene exclusivamente del rendimiento de las barras. Otros, los que cobran en función de la taquilla, pueden llegar a retirarse si comprueban que la venta de entradas no ha funcionado según sus previsiones. González se queja de que, por esta causa, el año pasado se ha visto obligado a suspender seis de los conciertos programados, con el consiguiente deterioro para la imagen de la sala.
Como ocurre con otros tantos negocios, sus previsiones iniciales han fallado. La demanda pide una evolución desde la música electrónica, con la que comenzó, hacia la música latina, dirigida, según él, “a una minoría más consumidora y menos problemática”. Su intención es mezclar al público latino con el cántabro y convertir D’ Manu en una sala de fiestas propiamente dicha para grupos de empresas, celebración de bodas, etc. Si inicialmente no lo hizo así fue para no perjudicar a su hermana menor, Eventos, pero ahora está seguro de que es la mejor, sino la única solución.
No es fácil acertar porque arte y economía forman un mal binomio, ya sea en iniciativas lúdicas, como esta sala de fiestas; hosteleras, como la del café teatro, o culturales en sentido estricto, como las que han iniciado Escena Miriñaque, Del Sol St. o los cines Groucho.

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