Mucho más que la noche

Quien se lea el libro que ha escrito el corresponsal del New York Times en España durante los últimos diez años, Raphael Minder, comprobará las singularidades del país, a los ojos de un extranjero, incluso de quien llega abierto a comprenderlas, entre ellas, el sentido hipercrítico. Dice una guía de viajes británica, escrita con su característico sentido del humor, que los españoles dedicamos el 75% de nuestras conversaciones a quejarnos, y recomienda a sus lectores quitarse los complejos (en otros países es de mala educación), porque en caso contrario no podrán meter baza en ninguna conversación. Algo que refleja a las claras dos formas muy distintas de ver la vida, la de quienes creen que todo lo que padecen es por culpa de otros (el nuestro) y el de quienes se atribuyen a sí mismos lo bueno o malo que les ocurre (los anglosajones).

Esta cualidad nacional contrasta abiertamente con otra, la confianza en el sistema. El corresponsal narra cómo su redactor jefe le pedía insistentemente, desde EE UU, crónicas sobre las rabiosas colas de impositores a las puertas de los bancos y cajas de ahorros que quebraron en la pasada década. Minder le tenía que aclarar que no se estaba formando ninguna. Por muy críticos que fuesen, los españoles estaban convencidos de tener su dinero a salvo, ya sea por rescate público o por absorción de otro banco, al contrario que los ciudadanos de otros países.

La gestión de la pandemia nos ha dado muchos ejemplos semejantes. En diciembre, más de una cuarta parte de la población se manifestaba contrario a ponerse la vacuna, pero la realidad es que apenas 4 de cada cien la están rechazando, mientras que en Francia el Gobierno ha tenido que obligar a todos los sanitarios a inyectársela, porque un 40% se ha negado y esa desconfianza se traslada al resto de la población. En EE UU han tenido que llegar a dar regalos y hacer sorteos para que la gente acuda.

Esta contradictoria fe española en el sistema nos lleva a exigir libertad frente a las imposiciones del Gobierno y, al mismo tiempo, achacarle el repunte de la enfermedad para haber lanzado un “mensaje equívoco” al autorizarnos a ir sin mascarilla por la calle, de lo que también se deduce que no nos creemos lo suficientemente mayores para saber en qué situaciones hay riesgo y en cuáles no.

Quienes parecían tenerlo muy claro eran los hosteleros de la noche, al insistir por activa y pasiva en que sus establecimientos son el colmo de la seguridad. Los hechos han demostrado que no, y aunque no se les pueda achacar toda la responsabilidad de que Cantabria haya llegado a unos demoledores 1.500 contagios por cada 100.000 habitantes entre los jóvenes, cuando dos semanas antes la región apenas tenía 60 casos por cada 100.000 y había conseguido un éxito clamoroso en las aulas, es evidente que hay actividades que tienen más riesgo, y no podemos jugar a la ruleta rusa.

No es una cuestión de manía persecutoria, como sostienen, sino de sentido común. Además de evitar muchos contagios (y quizá algunas muertes) resultaría muchísimo más barato indemnizar a estos negocios por la pérdida de actividad que aparecer cada día en los telediarios como una región con el virus desbocado. Aunque esas noticias tan negativas solo retraigan a un 10% de cuantos pensaban venir a Cantabria este verano, eso supone una pérdida económica muchísimo mayor para el resto de la hostelería y para la sociedad en general. Tomar cautelas no va contra el sector turístico sino a favor, aunque el Gobierno cántabro no haya sabido o querido explicarlo, quizá porque las competencias le corresponden a partidos distintos (Sanidad al PSOE y Turismo al PRC) y hayan preferido no hacerse favores políticos mutuos.

La única política en estos momentos debe ser la vacuna. Hace meses envidiábamos a EE UU, que era capaz de poner un millón al día. Ahora nos acercamos a esas cifras, con una población siete veces menor, pero no basta. Cuantos más colectivos estén fuera de peligro, más segura será la recuperación, en la que el turismo es vital. Significa mucho más que ese 11% del PIB cántabro o que el 12,5% del nacional. Es un motor que empuja decisiones de inversión, hace que se compren coches, espolea las ventas de toda la cadena alimentaria, produce una imagen positiva del país y proporciona felicidad. El turismo es mucho más que camas de hotel y, desde luego, que la noche. A lo largo de esta crisis, se ha prometido que nadie se quedaría atrás, y si estos negocios nocturnos no pueden funcionar con normalidad, tendrán que tener todo el apoyo que necesiten. Pero no son, ni mucho menos, los únicos paganos de esta pandemia. Que se lo pregunten a las agencias de viajes, a los guías turísticos o a los muchísimos comercios que han cerrado.  Alberto Ibáñez

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