Inventario
Otro verano, la misma serpiente
El Santander-Mediterráneo otro verano más. Y van… Por lo general, las serpientes de verano tendían a desaparecer con la llegada de las auténticas noticias, en el otoño, y nadie más volvía a acordarse de ellas. Pero el Santander-Mediterráneo ha demostrado una persistencia a prueba de bomba. Llenó páginas durante el reinado de Alfonso XIII, durante la República, durante el franquismo, con la Transición, cuando el PSOE definitivamente lo arrumbó en el cajón de la historia y vuelve ahora, irreductible. Al parecer, la posibilidad de que se haga un tren de alta velocidad Bilbao-Mediterráneo es una afrenta a nuestro tren, aunque nuestro tren no exista ya formalmente ni sobre el papel. Y si esta posición la defienden quienes estuvieron en el poder ocho años y lo dejaron bien enterrado, da la impresión de que el problema no es tener el manoseado tren, sino que lo tengan otros.
Es curioso que la polémica surja al mismo tiempo que los riojanos reclaman que nadie, excepto ellos, tiene derecho a crear una Universidad del Castellano, con el argumento de que fue en sus tierras donde aparecieron las primeras muestras del castellano escrito. De nada vale si a ellos se les había ocurrido la idea o no, si tienen la infraestructura o no, porque, al parecer, detentan la reserva de cualquier iniciativa.
Semejante sentido localista de la vida lleva camino de devolvernos a la historia, a través de un reparto de gananciales entre comunidades autónomas como si se tratase de un divorcio cualquiera. El problema es que la historia avanza y no retrocede, por mucho que nos empeñemos.
Cuando alguien diseñó el Santander-Mediterráneo, España tenía otra configuración, pero incluso en ese momento, más de uno debió pensar que era un error, o de lo contrario, no le hubiese costado concluirlo. Hoy, desde luego, su virtualidad económica es inexistente y no ha habido gobierno en España de izquierdas o derechas que haya pensado lo contrario. Para desgracia nuestra, el trazado tiene la desafortunada casualidad de no atravesar ni una sola población significativa en más de 600 kilómetros. Por improbable que pueda parecer, todo él es un puro páramo y los pocos pueblos que había en el trayecto prácticamente se vaciaron en los años 60. Aunque se completase la línea, sólo habría dos puntos generadores de tráficos: Santander y Valencia. Suponer que ambas ciudades tienen movimientos de pasajeros entre sí como para mantener varios servicios de AVE al día es ridículo. Y en todo el ámbito de influencia de los 720 kilómetros que separan ambas ciudades, apenas habría más público añadido que un puñado de sorianos, la capital más pequeña del país.
Los trenes de alta velocidad se hacen para unir grandes núcleos urbanos y obviamente no son comparables los tráficos que puede generar la línea Bilbao-Valencia, que pasa por Zaragoza, con los de una línea Santander-Valencia, que no pasa por ninguna parte. Puede que el sentimentalismo nos lleve a pensar de otra forma, pero la realidad es así de contundente. Y conviene ser prácticos, porque pedir imposibles no lleva a ninguna parte. Lo que realmente nos interesa es un tren de alta velocidad que nos una a la Y vasca, mucho más útil que el Santander-Mediterráneo. Nos unirá con la frontera francesa y con la red de alta velocidad europea y con ello, estaremos a siete horas de tren de París y a poco más de Bruselas. Pero, además, tendremos acceso a través de ella al Levante español, a través del Bilbao-Valencia, prácticamente en el mismo tiempo que si la línea partiese de Santander.
Si, como ha asegurado la ministra de Fomento, se hará un AVE a lo largo de la Cornisa Cantábrica, la noticia es mucho más importante que el Bilbao-Mediterráneo. Mirémoslo sin prejuicios históricos, porque el mundo ha cambiado demasiado desde que se hizo el proyecto de enlazar por ferrocarril Santander y Valencia, a comienzos del siglo pasado. Quizá hayamos gastado muchas energías en una iniciativa que, desde el primer día, estuvo condenada al fracaso y, bien entrado el siglo XXI sigamos sin dar importancia a hechos como no tener una autovía a lo largo del corredor cantábrico hasta La Coruña, algo que la costa levantina tiene desde hace casi tres décadas.
Errorismo
A la vista de lo que ha ocurrido en el mes de junio en Irak, cabe entender que Bush se sintiese tan molesto cuando una periodista irlandesa insistió en preguntarle durante una entrevista televisada si el mundo hoy es más seguro que hace año y medio. Estados Unidos cede parte del poder de Irak a un gobierno cuya credibilidad ante la población es muy dudosa, y parece dispuesto a buscar la mejor manera de zafarse de este nuevo Líbano antes de las elecciones de noviembre. Pero eso no quiere decir que deje resuelto el problema, ni que el mundo sea más seguro hoy que con el sátrapa Sadam.
Basta comprobar la evolución de los medios de comunicación estadounidenses para comprobar que han dejado de estar convencidos, incluso aquellos que no tenían ni la más mínima duda de la eficacia de una guerra para plantar al país musulmán en la democracia. Aquellos que daban por seguro que los chiítas se echarían en brazos de sus liberadores. Quienes, acabada la contienda, justificaban los asaltos diarios de la guerrilla en la huida de los generales de Sadam que, desde sus escondites, organizaban la resistencia. Y los que, una vez capturados éstos, le atribuían al propio Sadam ese papel. Apresados todos, ni siquiera la Administración norteamericana sabe muy bien a quién responsabilizar de lo que está pasando.
En España, donde llevamos cuarenta años combatiendo el terrorismo, somos conscientes de que sólo se le puede ganar con inteligencia. Cada vez que alguien ha intentado otras vías, se han multiplicado los problemas. Y a nosotros ni se nos han pasado por la cabeza los bombardeos. Sin intención de banalizar el problema, EE UU parece haber creado un nuevo concepto en la lucha contra el terrorismo, el errorismo, al mezclarlo con un error histórico que ha llevado a muchos musulmanes a valorar su actitud como una guerra de religión, una reencarnación de las cruzadas medievales. Un error de gigantescas dimensiones que, ni siquiera ha servido para abaratar el precio del petróleo, como anunciaba Ana de Palacio que ocurriría en una declaración muy poco afortunada. Por el contrario, el precio se ha disparado.
Un gesto hacia los emigrantes
Nos hemos hecho tan políticamente correctos que cualquier cosa que digamos tiene un peligro potencial muy superior a los beneficios que pueda aportar. Incluso en el peor de los casos, es más favorable permanecer callados, antes de ver cómo las palabras se vuelven en contra de quien las pronuncia. Lo saben perfectamente los famosos del corazón. Hablar, incluso para defenderse, supone alimentar más programas y más polémica. Por tanto, ya sólo lo hacen cobrando. Pero a los que ni reciben ofertas por hacerlo ni nunca han pensado en vivir de hacer declaraciones –que son la inmensa mayoría de los ciudadanos–, hablar se convierte en un peligro.
La embajadora española en México advirtió a nuestra colonia de que debía protegerse, después de la oleada de secuestros que ha acabado con la vida de cinco españoles en pocos meses, dos de ellos, jóvenes ingenieros de origen cántabro. Pues bien, el Gobierno mexicano ha reaccionado con notorio enfado por el desprestigio internacional supuestamente creado por la embajadora.
Es cierto que, a veces, se transmiten ideas simplistas acerca de lo que ocurre en otros países. Quien viva en Estados Unidos donde las únicas noticias que llegan de España son las relacionadas con atentados terroristas, puede tener una idea violenta de nuestro país que no se compadece en absoluto con la realidad. Desgraciadamente, podemos hacer poco por evitarlo. Los medios de comunicación resumen lo que pasa cada día en el mundo en muy pocas noticias, y casi nunca positivas. Pero, de ahí a suponer que con esa política informativa tratan de dañar al país en cuestión, va un mundo.
Con la embajadora ha pasado algo parecido. El dramatismo que causa un secuestro, sobre todo si acaba con la muerte del secuestrado, es muy alto para quienes no estamos acostumbrados a ello, y mucho más si se trata de una oleada semejante que ha llegado a afectar en varias ocasiones a una comunidad tan relativamente pequeña como la de nuestros indianos.
El conflicto diplomático parece ya resuelto, pero no puede olvidarse que tenemos una obligación moral de tutelar a nuestros nacionales en el extranjero. Los emigrantes cántabros, o los españoles, son gente a los que no pudimos dar una salida aquí donde nacieron y con los que mantenemos una deuda, incluso con aquellos que han hecho fortuna.
La política de acercamiento que ha emprendido el Gobierno de Miguel Angel Revilla a las colonias del exterior es, sin ninguna duda, un acierto, y probablemente, será muy rentable. Pero resultaría demasiado egoísta si el único objetivo fuera el reunirse con los más adinerados para atraer inversores. El resto de los cántabros que están fuera de la comunidad donde nacieron también tienen el derecho a que las instituciones locales se acuerden de ellos y, entre otras cosas, se preocupen por su seguridad, como ha hecho la embajadora. Y ahora están atravesando un momento difícil, sobre todo quienes viven en México DF.