Inventario
Nuestro complejo
De los más de treinta países de la OCDE, algunos francamente pequeños, España es el que tiene menos inversiones en Estados Unidos. Y no por falta de relaciones económicas estrechas, porque Estados Unidos es el primer inversor extranjero en España. ¿Cómo se explica, entonces, un desequilibrio semejante? ¿Por qué si nuestro país es la novena economía del mundo vivimos tan de espaldas al primer mercado del Planeta?
No hay una explicación clara y alguien debiera buscarla. Las empresas españolas ya están al mismo nivel que las estadounidenses en Iberoamérica, pero nuestro país sigue encontrando una barrera psicológica infranqueable en la orilla sur del Río Grande. Todo lo que pase de esa línea es un territorio en el que no osa aventurarse o, si lo hace, adopta una actitud tan melindrosa y acomplejada que el resultado es muy pobre.
Es verdad que el mercado norteamericano es complejo, con unos usos y requisitos que no nos resultan fáciles de entender y que la barrera idiomática tiene un efecto abrumador sobre nosotros, pero también es cierto que abre unas posibilidades casi ilimitadas para cualquier empresa y resulta injustificable despreciarlas. Es bueno que nuestras compañías exploren el mercado chino o que alguna, ingenuamente, pensase que en el Irak de la posguerra encontraría su Eldorado, pero es difícil de entender que ninguna piense en Estados Unidos. Por capacidad adquisitiva, por volumen de población y porque abre las puertas de todo el Globo, debiera ser el primer objetivo de cualquier exportador español, como lo es para los exportadores de otro países.
Nuestro desinterés es mucho más llamativo por dos circunstancias concretas: fueron españoles los que por primera vez recorrieron el territorio que hoy ocupa EE UU hasta la costa Oeste, circunstancia de la que no sacamos ningún rendimiento, ni siquiera la de hacer nuestros propios westerns para reivindicar la epopeya; y, en segundo lugar, hoy en día viven en Estados Unidos 38 millones de hispanohablantes que son el mejor apoyo imaginable para nuestra entrada comercial en el país. El PIB de esta colonia –la minoría más importante del país– supera ya al de todo el estado de México.
No puede negarse que la apreciación del euro con respecto al dólar hace más difícil introducir productos en el país, pero, a cambio, abarata sensiblemente nuestras inversiones allí, y esa puede ser la vía más propicia para que las empresas españolas ganen presencia en Norteamérica como lo han hecho en el Centro y en el Sur, dado que siempre es más sencillo avanzar desde dentro, sobre todo en un país tan nacionalista.
A todos nos da más confianza negociar con otros menos poderosos, pero España tiene que levantar la cabeza para mirar hacia arriba en lugar de fijarse exclusivamente en los de abajo. Los productos y servicios que podamos vender a los países asiáticos, a los sudamericanos o al Norte de Africa, pronto los van a generar ellos mismos, porque son de media y baja tecnología. Nosotros tendremos que pensar en mercados más poderosos que el nuestro, en donde aún podamos sacar rendimiento de nuestra diferencia de costes y de nuestra cualificación.
Nos hemos acostumbrado a suponer que la economía es una ciencia exclusivamente de oferta y demanda, de precios y costes, pero también es psicología y sociología. Los complejos no figuran en ningún cálculo, pero son realmente decisivos para entender lo que nos ocurre al abordar la relación con la primera economía del mundo, y alguna vez tendremos que quitárnoslos.
El fracaso del TLC
El décimo aniversario del acuerdo de libre comercio entre Estados, México y Canadá va a poner de relieve que no siempre estos pactos tienen el éxito que se les presume y que lo conseguido por Europa con su mercado único tiene más mérito del que a menudo le concedemos. Para la gran mayoría de los mexicanos, los costos de haberse embarcado en el TLC han superado los beneficios y su escepticismo se está trasladando a otros países de la región que cada día muestran más desapego a la posibilidad de entrar en el club. Colombia era uno de los aspirantes y ahora que inicia las conversaciones para incorporarse al acuerdo, ha desaparecido el consenso social que había en el país para hacerlo.
Es cierto que los mismos hechos pueden ser vistos con ópticas diferentes. México ha triplicado sus exportaciones en los diez últimos años, con lo cual han pasado del 15% al 30% del PIB y sus ingresos per capita han aumentado un 24%. Pero también es cierto que el acuerdo no sólo no ha permitido reducir el desempleo, como se esperaba, sino que lo ha agravado y que otro tanto ha ocurrido con las migraciones de mexicanos hacia Estados Unidos, exactamente lo contrario de lo que se suponía que iba a ocurrir. Para complicar más la celebración del décimo aniversario del acuerdo, la economía de México está prácticamente estancada.
Ya nadie recuerda el impulso inicial del TLC cuando las grandes empresas estadounidenses llegaron allí en busca de menores salarios. Pronto el flujo de inversiones se agotó y hoy una parte de las multinacionales que desembarcaron en el país se están trasladando a China, en busca de salarios más competitivos, incentivos tributarios para los extranjeros, capacitación de la mano de obra y acceso inmediato a la última tecnología. Sin tratado de libre comercio ninguno, China se convirtió el año pasado en el segundo proveedor de Estados Unidos, rebasando a su aliado comercial y vecino del sur, francamente decepcionado por este hecho.
Es posible que México, un país con muchas trabas burocráticas, no haya sabido aprovechar el potencial de riqueza que le aportó el TLC y sembrar con ello su futuro, pero no es fácil organizar un país en una década. No basta con abrir las fronteras y lo ocurrido con el Tratado debería ser un buen ejemplo para los estadounidenses, que tantas veces han criticado el intervencionismo del modelo europeo. Europa se ha preocupado por igualar las rentas y las infraestructuras al mismo tiempo que creaba un espacio comercial único y, mientras no se demuestre lo contrario, su sistema no sólo ha sido más justo, sino que ha tenido más éxito que cualquier otro. Pero eso no es fácil que lo reconozcan los teóricos del liberalismo.
Ventajas de amigos
Ser amigo del presidente del Gobierno tiene alguna ventajilla –el que te nombre ministro, por ejemplo– y alguna ventaja realmente importante, como el que te haga presidente de una empresa pública o privatizada. Si te nombra ministro, lo más probable es que te veas sometido a un rifirrafe diario en los periódicos del que sólo salen indemnes los más hábiles. Si te convierte en presidente de una gran empresa privatizada, basta con no hacer ninguna tontería importante para pasar desapercibido. Y como ministro, puedes cobrar unos quince millones de pesetas al año, una cuantía un poco ajustada si, como Alvarez-Cascos, estás obligado a mantener más de una familia. Como presidente de Endesa cobras más de mil millones de pesetas al año, lo que con un poco de sentido del ahorro ya da para mantener varias casas, y en el BBVA, cobras alrededor de 600 millones, que no son gran cosa, pero acumulas otros mil más al año por compromisos del plan de pensiones, que ya son una ayuda para el día que dejes el cargo.
La desproporción de remuneraciones es tan desmesurada y tan desajustada con respecto a las respectivas responsabilidades que ridiculiza los rendimientos de la política. Y son los políticos los que, paradójicamente, tienen peor fama como corruptos o ambiciosos, lo que no parece nada justificado, a la vista de estas diferencias.
Es cierto que los emolumentos citados se dan en muy pocas compañías más, pero estamos hablando de dos presidentes puestos personalmente por José María Aznar y no por accionistas privados que están en su derecho de pagar lo que quieran. La remuneración del presidente de Endesa se multiplicó espectacularmente cuando pasó del sector público al privado, pero su presidente siguió siendo el mismo, Rodolfo Martín Villa, a pesar de que estaba en representación de un accionista que ya se había marchado de la sociedad. Lo mismo ocurrió con Francisco González, presidente de Argentaria, absorbida por el BBV y que hoy está al frente de este último, después de que el Gobierno acabase con la alta burguesía de Neguri propietaria del Banco por el sencillo procedimiento de enviarles un inspector del Banco de España que les pilló en una pequeña torpeza. Según la última memoria de la entidad, González cobró en 2003 algo más de 3,8 millones de euros y lleva acumulada una pensión de 28,9 millones de euros (4.800 millones de pesetas), que cobrará al salir de la entidad.
Antes, ya sabíamos que algún amigo caradura, como Villalonga, había aprovechado la situación, convenciéndonos de que cuanto más rico se hiciera él, más ricos éramos todos, y así consiguió embolsarse con un grupo de ejecutivos, 84.600 millones de pesetas, que en otros tiempos hubiesen dado para sostener todo un ministerio. El globo se pinchó cuando comprobamos que la afirmación no funcionaba a la inversa; cuando los demás se empobrecían al bajar el valor de Telefónica de 24 euros a 8, él no perdía nada.
Ahora, cuando se empiezan a conocer las retribuciones individualizadas de todos los consejos de administración, corremos el riesgo de quedarnos sin políticos, y eso es grave. Cuando llegue a gobernar un nuevo presidente, los amigos de pupitre, esta vez esconderán la cabeza por si a su colega se le pasa por la imaginación hacerles ministros. Ellos estarán ahí, exclusivamente, para cuando se busquen presidentes de empresas públicas o privatizadas, que tanto da, porque sigue siendo la Moncloa la que los pone. Pensarán que el mundo no está para hacer obras de caridad.