Los hitos de la historia económica de España (6)

Cambio de siglo, cambio de dinastía y cambio de mentalidad. Pero, ¿puede cambiar tanto y tan de repente un país entero, con sus habitantes incluidos? La historia demuestra que sí. Al menos, eso es lo que aparentemente sucedió a principios del siglo XVIII en España.
Si nos centráramos en el aspecto económico, ese siglo marcó el inicio de algo en lo que aún continuamos metidos, la preocupación por el desarrollo. Efectivamente, entonces empezó a crearse la conciencia de que el bienestar material debía ser cada vez mayor, lo que nos ha llevado hasta los grandes avances del mundo de hoy.
Quien trajo estos cambios fue la dinastía Borbón, que llegó a gobernar España por una suerte de carambolas sucesorias, mucho más imprevisibles si se tiene en cuenta que ya reinaban en Francia, un país que había sido considerado nuestro enemigo tradicional. El destino tiene esta serie de desconcertantes episodios.
La presencia de los Borbones marcó claramente las diferencias con la etapa del gobierno anterior, la de los Austrias. Fueron muchos los motivos, pero el más relevante es que venían con un programa de reformas debajo del brazo, algo que ahora puede parecer muy normal, pero que entonces resultaba insólito. Es posible que esa actitud resultase excesivamente presuntuosa –los racionalistas franceses venían dispuestos a aplicar sus recetas en un país al que ya por entonces tenían por atrasado–. Lo cierto es que no tuvieron el menor reparo en administrárnoslas sin darnos tiempo, siquiera, a pensar cómo digerir ese nuevo sistema de la planificación.
Centralización
Bastaba ver cómo había dejado el país la dinastía de los Hasburgo para admitir que algún cambio era necesario y había que aceptar también que cualquier ensayo que se intentara difícilmente podría ponerlo peor.
El caso es que del pluralismo del XVII pasamos a la centralización francesa y quien trajo esa nueva visión geométrica de las cosas fue Felipe V que, como cabía esperar, aplicó exactamente la misma política que se hacía en Francia, sólo que nosotros no éramos franceses.
Felipe empezaba su mandato con la Guerra de Sucesión, un mal momento para hacer reformas, aunque esa misma circunstancia permitió implantar su visión centralizadora del Estado. Reinos como Aragón o Valencia, que apoyaron al candidato rival, perdieron sus leyes diferenciadas y hubieron de armonizarse, por utilizar una expresión europea actual, a las de Castilla, “tan loables y plausibles en todo el Universo”, como se decía entonces.
Dejando al margen los agravios políticos, que han durado hasta hoy, las consecuencias no fueron malas para la economía, porque las clases industriales y mercantiles se vieron mucho más desenvueltas para sus negocios. Al desaparecer las fronteras entre los reinos de la Península, el comercio lógicamente aumentó y los catalanes, por ejemplo, se pudieron establecer en Sevilla y Cádiz para hacer negocios con América; el propio Vicens Vives dice que la sumisión jurídica fue la fuente de la prosperidad en Cataluña. Allí el cultivo del viñedo y la producción de aguardiente supuso el desarrollo de un activo comercio internacional que benefició, sobre todo, a las poblaciones costeras. En la industria, se introdujeron las manufacturas algodoneras, que se financiaron con los excedentes de la explotación agrícola y el auge mercantil.

Los ultramarinos
¿Y América? Parece que nos hubiéramos olvidado de lo que teníamos todavía al otro lado del Atlántico. Pues no. En 1725 empezó lo que se puede denominar el II Descubrimiento. Durante casi medio siglo, América había vivido realmente en otro mundo. Ya no había plata y, por tanto, no había nada que comprar ni que vender en la metrópoli. América había entrado en una economía de autoconsumo.
No pensaba lo mismo José Patiño, ministro y persona muy práctica, quien comprendió las posibilidades que aquella inmensidad territorial tenía en otro aspecto económico hasta entonces descuidado, unos bienes que allí se producían en grandes cantidades y no eran otros que los famosos “ultramarinos”, a saber: el café, el tabaco, el azúcar, el cacao y el algodón.
Patiño quería potenciar aquel comercio, generar beneficios a los indianos, quienes al elevar su nivel de vida comprarían los productos más sofisticados de la industria europea y España, con su monopolio comercial, serviría de intermediario en todo aquel tráfico entre América y Europa.
En 1725 se fundó la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, de la cual el rey, para dar ejemplo, suscribió las primeras acciones. Después siguieron otras compañías, como la de Filipinas y la de Barcelona. América volvía a ser negocio, sólo que ahora con unas fuentes inagotables y no como la plata.
Al año siguiente, y para mantener la seguridad de las rutas, se crearon las tres grandes bases navales de El Ferrol, Cádiz y Cartagena, dedicadas a la construcción y mantenimiento de una poderosa flota de guerra que debía defender estos tráficos.
Pocos años después, concretamente en 1738, se creó el Virreinato de Nueva Granada, con capital en Bogotá, que venía a romper la secular dualidad de México y Perú. Este hecho constataba la revalorización económica y estratégica del Caribe. Por entonces, se empezó a generalizar el sistema de navíos sueltos, con la consiguiente agilización del tráfico, y se fomentó el comercio de los productos ultramarinos, que tuvo el éxito esperado.
La población
En el siglo XVIII se produjo, por fin, un aumento de la población y, a la vez, una visible transformación social. Hay quien opina que los grandes cambios sociales se hubieran dado igual, independientemente de quién estuviera en el trono. En cualquier caso, hay que reconocer que los Borbones le dieron sus propios matices.
De los siete millones de habitantes de comienzos de siglo, pasamos a doce al finalizar la centuria, aunque no fue lo mismo en la periferia que en el centro, ni en las ciudades que en el campo. En la costa cantábrica, Cataluña, Valencia, Murcia y la baja Andalucía, la población su duplicó, mientras que en Castilla o Extremadura no creció más del 10%. En Madrid, aumentó un 70% pero es que Barcelona creció un espectacular 250%, lo que indica una clara polarización hacia las zonas más activas.
Resulta más esclarecedor aún comprobar como se distribuyó aquel aumento por capas sociales, porque el número de nobles se redujo, lo mismo que el de eclesiásticos. En cambio, se multiplicaron los trabajadores urbanos, mientras que los rurales fueron a menos.
La disminución de la nobleza tuvo motivos fiscales. Los funcionarios de Hacienda de la época se dedicaron a pedir pruebas de sangre a todos aquellos que pretendían orígenes nobles para eximirse del pago de impuestos y, de la rigurosidad de los controles, resultó que la mayoría de los hidalgos no pudo demostrar tal condición; otras veces fueron los propios interesados los que renunciaron a su estamento nobiliario por parecerles algo pasado de moda. Incluso, hubo pueblos enteros que renunciaron a su hidalguía o se olvidaron de ella, por increíble que parezca. En cuanto a la baja del oficio eclesiástico se debió, según se cree, a una cierta carencia de vocaciones, otro signo de los nuevos tiempos.
Pero ¿a dónde fueron tantos desclasados? Pues las listas de privilegiados nobiliarios se descargaron en beneficio de las de artesanos, que aumentaron de forma desmedida, pero es bastante difícil imaginar a los condes o duques con un cincel, de manera que este aumento se debe relacionar más bien con el descenso del número de campesinos, que fue del orden de 200.000. Los nobles siguieron siendo pequeños propietarios o se ocuparon en las profesiones liberales o en la administración. Había en España por entonces unos 20.000 comerciantes, 30.000 empleados, 5.000 abogados y 6.000 médicos. En resumen, esta aparición de clases burguesas fue lo que empezó a marcar el tono de una nueva sociedad española.

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