La fábrica que defendió un Imperio

Los cañones que defendieron durante dos siglos el Imperio español salieron de La Cavada, de una fábrica que aportó muchos de los avances tecnológicos de la época, tanto en la balística como en la forma y materiales de los cañones que equiparon los buques nacionales y las baterías que defendían plazas y costas. Pero también introdujo en España un nuevo concepto en la fundición, los altos hornos.
Nada ocurrió por casualidad. La riqueza forestal de Cantabria y su tradición marinera ya habían creado una larga historia de construcciones navales, mucho antes de que surgiese la factoría de La Cavada en 1627. Desde la Edad Media, la marina de Castilla se proveía en la región de los barcos y armas que más tarde hicieron posible el protagonismo de España en la gran expansión geográfica renacentista.
Al iniciarse el siglo XVII, España había acumulado el mayor imperio del mundo, repartido por los cinco continentes. Eso exigió una gran flota, tanto para el comercio marítimo como para su defensa. El acoso de otras potencias marítimas que envidiaban la posición española, utilizando piratas que rentabilizaron este juego, obligó a España a un gran desembolso para crear las Fábricas de Artillería de Liérganes y La Cavada. Pero cualquier gasto estaba justificado cuando la alternativa (perder los barcos y las mercancías de los convoyes) era mucho más cara.
Todo empezó con la llegada a Liérganes en 1617 del fundidor liejés Juan Curcius, que encontró en la zona un lugar ideal para instalar los primeros ingenios (altos hornos), de España, y fundir allí los cañones que demandaba a un ritmo creciente la Marina española. Curcius murió en 1628, casi arruinado, pero con la fábrica en marcha. Los cañones que se fabricaron en Liérganes a la vera del Miera resultaron de mejor calidad y mucho más ligeros que los de las demás potencias de la época, por lo que su sucesor, el luxemburgués Jorge de Bande, arquero del rey, decidió la construcción de un nuevo ingenio (1634) en La Cavada. Durante dos siglos sería la proveedora, en exclusiva, de cañones de hierro colado para la Marina de Guerra Española. Es cierto que resultaban más pesados y de menor calidad que los de bronce, pero resultaban mucho más baratos y su eficacia quedó patente en el hecho de que, durante ese tiempo, España conservase su imperio, a pesar de las dificultades objetivas que planteaba el tener un país poco poblado para controlar un espacio geográfico tan extenso.
Tras pasar por varias manos, Carlos III expropió las instalaciones en 1769 para convertirlas en Real Fábrica. Tenían ya por entonces dos altos hornos nuevos y dos antiguos. Pero, el descenso brusco en la calidad que se produjo tras la nacionalización y las protestas que se derivaron de la explosión de varios cañones por defectos de fundición, obligó a encomendar las instalaciones al Ministerio de Marina que consiguió enderezar la situación.
En cualquier caso, habían quedado atrás los mejores años de la fábrica. La progresiva reducción de la flota española y el aprovisionamiento de cañones y municiones en otros lugares provocaron una clara decadencia a comienzos del siglo XIX y las tropas de Napoleón, que asaltaron varias veces las instalaciones durante la Guerra de Independencia, acabaron por darle la puntilla.
La fábrica aún mantuvo alguna actividad hasta 1826, en que fundió por última vez, y quedó arrumbada desde entonces.
En sus más de 200 años de actividad había producido 26.000 cañones, centenares de miles de balas de distinto calibre y millares de piezas destinadas a usos comerciales, domésticos, industriales y de lujo.
La plasmación del Museo

El Museo de la Real Fábrica de Artillería de La Cavada era una idea largamente acariciada por el que hoy es su director, José Manuel Maza, y que ha tenido un impulso decisivo en la persona del almirante retirado Fernando Riaño, natural de Liérganes y ex director del Museo de la Marina Española. A través suyo se ha conseguido el préstamo indefinido de alguno de los cañones más notables que salieron de la fábrica cántabra y que son propiedad de la Armada. Otros han sido cedidos por el Ayuntamiento de Santoña, ya que formaron parte de sus fortificaciones.
El Museo ha aprovechado el edificio de las antiguas escuelas y, además de exhibir armas y municiones producidos por la Real Fábrica, muestra en una gran maqueta las enormes dimensiones que tenía el complejo fabril (daba trabajo a unas mil personas) y los procesos para la obtención del carbón vegetal y del hierro.
Como ya ocurriera con el astillero de Guarnizo, la fábrica de armas encontró en los enormes robledales de la zona una materia prima insustituible. Si el astillero necesitaba estas maderas nobles para construir los barcos, la fundición de armas requería la madera para un destino mucho más prosaico, convertirla en carbón, a través de un proceso lento de semicombustión, que evita el contacto con el oxígeno del aire y acaba por carbonizar los leños. Diez millones de árboles acabaron así. Un acopio tan importante provocó la deforestación de 150.000 hectáreas, dado que los robledales no pudieron regenerarse al fortísimo ritmo de las talas y las masas boscosas de robles nunca más recuperaron su territorio original.
Poco a poco las cortas subieron en altitud y el Museo muestra los sistemas que se emplearon para hacer descender los troncos por el río Miera, la única forma de transporte factible en la época, aunque también exigiera no pocas obras de canalización y represamiento.
También se muestra la vida, medios y métodos de trabajo de los hombres que se encargaban de la extracción del hierro en las minas de la zona. Los hornos de La Cavada devoraron 300.000 toneladas de mineral para producir 100.000 de hierro colado.

Los mejores fundidores

Pero, quizá, la principal herencia de la fábrica fue su carácter avanzado y la llegada de una época industrial (los métodos de La Cavada multiplicaban por diez la producción de la mejor de las ferrerías tradicionales).
El Imperio español no se podía permitir estar en desventaja con los barcos que ansiaban el contenido de sus galeones, y desde el comienzo, la factoría contó con los mejores fundidores del mundo, que vinieron expresamente de los Países Bajos y, de padres a hijos, conservaron la fidelidad a la fábrica durante los dos siglos en que se mantuvo activa. Esas sagas de maestros fundidores aportaron los apellidos de origen flamenco que hoy son tan frecuentes en la zona, aunque buena parte de ellos estén ya castellanizados.

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