Inventario
¿Quedan empresarios?
Si alguien se toma el trabajo de compilar los nombres de todas las empresas españolas que han comprado en los últimos seis meses las sociedades de capital riesgo se quedará asombrado. Es cierto que, hasta ahora, estos empresarios sin cara eran un poco ajenos a nuestras costumbres, pero eso no impide reconocer que es una inmensa ola que anega ya todos los sectores y que seguirá creciendo mientras en el mercado haya una gran cantidad de dinero que busca colocación.
A pesar de todas sus bondades, que las tiene, el capital riesgo es la negación del empresariado individual y su sustitución por uno colectivo. Las compañías pasan a manos de gestores que manejan el dinero de inversores que no son empresarios. En muchos casos, estos inversionistas ni siquiera son conscientes de qué posiciones ha tomado la sociedad de capital riesgo en la que han puesto su dinero. Les basta con ver los resultados globales o cómo cotiza su participación.
Las empresas se quedan sin alma, pero los resultados son evidentes. Las sociedades de capital riesgo son capaces de hacer ofertas muy tentadoras para el empresario (véase el caso Cortefiel) y, a pesar de ello, consiguen rentabilizar su inversión, por lo que difícilmente pueden ponerse pegas a este sistema que parece bueno para todos: remunera a quien creó la empresa, la profesionaliza, da liquidez al mercado de compraventas e impulsa las compañías adquiridas.
Pero, no deja de resultar curiosa esa afluencia de dinero hacia la compraventa especulativa de sociedades, cuando el dinero es tan melindroso con las nuevas iniciativas empresariales. Parece que todo el mundo estuviese dispuesto a pagar cualquier prima por el éxito y ninguna por el riesgo. Ocurre lo mismo con los bancos, que se pelean por conceder hipotecas, financiando incluso más de lo que vale la vivienda y, en cambio, no osan asumir el más mínimo riesgo para financiar una iniciativa empresarial.
Quizá estemos asistiendo, sin ser conscientes de ello, a una reformulación de la idea de la empresa y las sociedades anónimas del futuro serán mucho más anónimas de lo que imaginamos.
Dejémoslo en manos de los futbolistas
Antes se atribuía el papel de ‘magnífico embajador’ a cualquier persona o instrumento que sirviera para afianzar la relación entre dos países, a falta de mejores cauces institucionales. Ahora dependemos más de los embajadores profesionales y menos de los emocionales. Pero, en la práctica, eso está por ver. Un buen ejemplo es la ‘alianza de civilizaciones’ propuesta por Zapatero y que ha sido acogida por el secretario general de la ONU como si fuese suya. Es cierto que como concepto es interesante para prevenir una gran crisis internacional entre dos formas de ver el mundo muy distintas, pero como el ‘Libro de Ruta’ de los americanos o la operación ‘Libertad Duradera’ parecen expresiones más proclives a dar titulares que resultados. Incluso en el caso de resultar tan bienintencionados como la propuesta española.
Para conseguir la tal alianza será necesario algo más que palabras y cumbres internacionales, dado que se trata de mejorar la convivencia de culturas tan distintas como la musulmana, la cristiana o la sintoísta. Y en un mundo tan complejo como este, eso no se consigue con decisiones políticas, sino con la extensión de modelos de vida compatibles, dado que en caso contrario surgen chispas diarias que mantienen un estado latente de conflicto.
Aunque resulte prosaico, sólo hay dos formas de acercar unos mundos tan distintos. Una de ellas es la de participar del mismo modelo económico. El sistema capitalista ha hecho más por extender la democracia y una forma de vida liberal que todas las revoluciones, dado que necesita una base de clientes muy grande y unas condiciones de mercado estables, que incluyen la seguridad jurídica. El hecho de que las democracias hayan progresado más que cualquier dictadura demuestra que la libertad es el sistema económico más rentable, entre otras cosas, porque fomenta la competitividad y la eficiencia.
La extensión de la economía de mercado como una mancha de aceite por todo el mundo está acercando las culturas mucho más de lo que nadie pudo imaginar hace sólo dos generaciones. Pero no es suficiente. Lo hemos visto con los atentados de Londres, cometidos por muchachos musulmanes nacidos en Gran Bretaña y procedentes de familias sin problemas económicos. Son necesarios más ingredientes y, probablemente, la mayoría de índole más emocional.
En realidad, si observamos el mundo con un poco de detenimiento, hay muy pocas cosas que puedan polarizar al mismo tiempo a las culturas de Oriente, de Occidente, del Norte o del Sur. Si alguien tiene paciencia para recorrer los canales internacionales de televisión verá que la única realmente coincidente en casi todas las culturas es, curiosamente, el fútbol. Es probable que la coincidencia del Real Madrid en China con la visita al país del presidente español no haya sido una casualidad. Parece evidente que el fino olfato de Florentino Pérez ha brindado a Rodríguez Zapatero este regalo, porque en ningún otro caso la presencia institucional española hubiese logrado una atención mediática parecida. Y es que de España hay muy poca constancia entre los chinos y del presidente de nuestro país, lógicamente, ninguna. Pero nadie desconoce allí lo que es el Real Madrid.
Es duro reconocer que algo tan banal como el fútbol puede abrir más puertas que la diplomacia y tener una trascendencia social más elevada que los discursos de la ONU, pero es así. El pinpón restableció los caminos de entendimiento entre China y EE UU y Corea del Norte y Corea del Sur nunca estuvieron tan cerca como cuando Samaranch se empeñó en que desfilasen juntas en unos Juegos Olímpicos. El fútbol aún puede más, porque sus competiciones tienen continuidad. La gente corriente de África, de China o de Sudamérica tendrá dioses distintos, pero en su mitología particular coinciden Raúl, Beckham o Ronaldo. Habrá que sacar más partido a ese hecho que universaliza las culturas, sobre todo por parte de España, que tiene varios de los equipos con más reconocimiento internacional.
A buen seguro, el fútbol se habría convertido ya en un elemento universal de cohesión de no ser por un pequeño detalle: a los norteamericanos les aburre. Si algún día el balompié logra conquistar aquel mercado, quizá el Madrid dé más resultado que la alianza de civilizaciones. Hay que ser prácticos.
Imprescindibles maníacos
Un conocido psiquiatra estadounidense se ha empeñado en demostrar que sus conciudadanos de más éxito empresarial en realidad son personalidades maniáticas perfectamente tipificadas y esa perturbación somática les da su energía interior. Es posible que sea así. En Estados Unidos y en todo el mundo. Sin un cierto grado de obsesión, de arrogancia, de irritabilidad y de ambición es difícil mantener liderazgos, porque en el fondo, conducir a otros es más trabajoso de lo que parece y si los empresarios no tuvieran un exceso de confianza en sí mismos o una percepción del riesgo ligeramente disminuida se dedicarían a otra cosa.
También es cierto que esos factores se dan con más frecuencia en aquellas sociedades a las que ha llegado un tropel de inmigrantes que en las acomodadas, como la nuestra, donde llevamos siglos viendo las mismas caras. Las razones son obvias. Por una parte, los inmigrantes aportan una genética más emprendedora, ya que son una selección natural de los más arriesgados en su comunidad de origen. Por otra, saben que su objetivo en la tierra a la que llegan es “prosperar”, como decían los españoles de los años 60 que salían del campo. Por tanto, le hincan el diente a las oportunidades con mucha más fuerza que quienes tienen un destino labrado desde que nacen. Y Estados Unidos es un país de inmigrantes.
Si esos maniáticos por el triunfo son los que acaban por mover a una sociedad, habrá que convenir que, en el fondo, todo grupo humano normal tiene necesidad de un cierto componente de anormalidad para empujarse a sí mismo. Personas que no se arredran ante los fracasos y que son capaces de derrochar energía, motivación e ideas. Que no esperan a que los demás resuelvan sus problemas, ni que culpan al Universo de cuanto les aqueja, como si cada uno de nosotros no tuviera alguna responsabilidad en nuestro propio destino. Sin pioneros, visionarios, inventores y misioneros de causas perdidas el mundo no sólo sería más aburrido, sería peor.