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Ataques de dignidad

El fenómeno Piterman no deja a casi nadie indiferente. Ni en Cantabria ni en el resto de España. Parece que a todo el mundo le moleste la intromisión, en un país que se dice liberal de costumbres y de talante económico. Pero no deja de ser extraño que en una nación donde casi ningún ministro de Sanidad ha sido médico, sin que nadie se haya atrevido a criticarlo, se levante tal revuelo porque alguien se empeñe en dirigir a un equipo de fútbol sin ser entrenador. Máxime cuando es bien sabido que todo el mundo entiende de fútbol. Basta con acercarse a cualquier corrillo.
Los periodistas enmendamos la plana de todos los entrenadores cada lunes y cada martes, sobre todo a los que fueron tan incompetentes como para perder el partido. Cualquier cronista que se precie deja en ridículo los conocimientos del entrenador, que obviamente se equivocó en los cambios, en las alineaciones, en la táctica o en la elección del hotel, tanto da. Y antes de los partidos se ponen en solfa las alineaciones sin tener en cuenta que ningún entrenador sería tan tonto como para no elegir los que estén en mejor disposición de ganar porque es él quien más tiene que perder, mientras que para el cronista deportivo una derrota no va a tener otras consecuencias negativas que un berrinche, si es muy forofo.
A resultas de todo ello, el único que no puede opinar es el presidente del club, aunque sea suyo. Y en el caso extremo de Piterman, no parece razonable que se empeñe en manejar los partidos desde el terreno de juego, pero tampoco conviene dramatizar las cosas. Muchos de los periodistas que lo critican han llegado al periodismo desde profesiones muy distintas, sin pasar por la Universidad y nadie les ha negado su posibilidad de ejercer.
Pero en este país donde todo resulta tan contagioso, sobre todo los ataques de dignidad, también se sienten mancillados en su honor los fotógrafos, aunque su acceso a la profesión no tiene regla ninguna ni formación específica, que se sepa. Es posible, incluso, que hubiesen llegado a levantarse en armas los utilleros, si Piterman llega a sentarse en el banquillo ocupando plaza de tal.
En fin, ante semejante estado de contrariedad nacional, habrá que convenir en reformar la Constitución para alejar de nosotros una intromisión semejante, mucho más peligrosa que la de un comando suicida, a tenor de lo visto en los periódicos deportivos y oído en las radios. Hasta aquí hemos llegado.
Piterman, que como ruso y americano lleva en la genética dos revoluciones acumuladas, no se da cuenta que España es el único país occidental que se libró de todas ellas, incluida la reforma protestante. Aquí, agitar las aguas nunca ha sido bien visto. Tendrá que ir aprendiendo.

Las subvenciones agrarias

La revolución de Fischler tiene trazas bastante negativas para el campo español, porque todas las reformas dejan un rastro de afectados. La realidad es que en estos momentos en España funcionan 660 mecanismos distintos de ayudas a los agricultores. Desde las arcas europeas llegan 6.800 millones al año, equivalentes a una tercera parte del valor total de nuestra producción agraria. Pero no es la única vía, ni mucho menos. La subvención al gasóleo agrícola supone 1.530 millones de euros más y la del agua para los regantes –el precio que pagan con respecto a lo que abonaría un particular– entre 5.000 y 7.000 millones de euros. A estas cifras hay que añadir el déficit de la Seguridad Social agraria, donde los gastos anuales superan los ingresos en 6.600 millones de euros, dado que sólo hay 0,65 cotizantes por cada pensionista.
Estos datos que ha puesto sobre la mesa el Círculo de Empresarios corren el riesgo de ser utilizados de manera demagógica, sin tener en cuenta que mantener un sector agrario, por costoso que resulte, tiene otros retornos, entre ellos el de evitar el absoluto despoblamiento del interior del país, que lleva camino de convertirse en un inmenso páramo. Tampoco conviene sentirse demasiado culpable por algo que también ocurre, y con tonos más graves, en el resto de Europa.
Con todas estas cautelas, es justo reconocer que son ingentes los recursos públicos que se emplean y que a veces tienen una justificación discutible. Está muy reciente el caso del lino, una fibra natural que en España se cultivaba exclusivamente para obtener la subvención, dado que una vez cosechada sufría una sorprendente epidemia de incendios, y donde resultaban ser los altos cargos del Ministerio de Agricultura los principales cultivadores.
Tampoco conviene olvidar que el 80% de las ayudas totales que llegan de la UE para el campo español se quedan en los grandes latifundios, por lo que el carácter social de estas medidas resulta bastante discutible. Tanto como el hecho de que esta agricultura subvencionada compite deslealmente con los productos agrarios del Tercer Mundo, que no tienen posibilidad ninguna de conquistar nuestros mercados y no porque sus costes sean mayores, sino por la sencilla razón de que a ellos no hay nadie que les subvencione.

Poca natalidad, muchos problemas

El estudio de la Fundación Botín sobre el problema poblacional de Cantabria ratifica la visión preocupada que esta revista ha venido manteniendo sobre la situación que ya se da en muchos municipios del interior y a medio plazo puede plantearse en toda la región. Es verdad que la Cantabria profunda ahora tienen carreteras dignas, pero no hay gente para utilizarlas, excepto los fines de semana. Ahora que por fin llega la señal de la segunda cadena de la televisión y de las cadenas privadas a muchos valles que aún permanecían en sombra, no va a quedar nadie para verlas. Ahora que tienen agua corriente, sólo servirá para algunos establos.
Y es que la gente ha corrido más que las infraestructuras. Ni tenían comodidades, ni tenían empleo, por lo que han optado por acercarse a la costa, donde ya se concentra más del 90% de la población.
Y como la costa cántabra tampoco es jauja, muchos de los jóvenes cualificados que quieren tener un futuro laboral brillante buscan otro lugar con mejores horizontes, porque aquí –basta leer el último informe de La Caixa– hemos pasado de tener las mejores condiciones laborales del país a estar entre los últimos, tanto en salarios como en calidad de los contratos.
Como consecuencia, nos vemos abocados a una situación sin precedentes. Es verdad que van a entrar muchos menos jóvenes en el mercado laboral y eso va a producir una aparente descenso del desempleo, pero también es cierto que van a ser mucho más escasas las parejas en edad reproductiva, con lo que se agravará nuestra natalidad, que ya se encuentra entre las más bajas del mundo y eso dará lugar, a medio plazo, a una población activa aún menor. Hoy, en Cantabria hay 100 pasivos por cada 40 activos, un porcentaje que difícilmente nos puede conducir a estar nunca entre las comunidades ricas.
Pero además de producir menos, vamos a gastar proporcionalmente mucho más, porque tenemos que sostener a una población envejecida abundantísima y porque, para mantener mínimamente articulado el interior, nos vemos obligados a mantener una red de infraestructuras costosísimas que apenas van a dar servicio a un puñado de habitantes. Muchas entidades de población se han quedado reducidas a una o dos familias, de forma que saldría más barato regalar a los vecinos una casa en Santander que hacerles la carretera, pero la Administración tiene que pensar en fijar esta población que aún permanece en la zona para evitar que el 90% de la superficie regional quede desierta en un par de décadas. Y lo ha de hacer a sabiendas de que no sólo demandarán una carretera, sino todos aquellos servicios que hoy se asocian a una sociedad moderna (agua, luz, telefonía fija y móvil, banda ancha…). Y habrá que mantener abiertos los consultorios y los colegios, por pocos pacientes y alumnos que conserven. Añádase que más de la mitad de los ayuntamientos de la región no llegan a sumar 5.000 habitantes y, por tanto, resultan caros para la población que administran y, al mismo tiempo, apenas pueden ofrecer servicios, porque sus presupuestos son ridículos.
Así, los gastos por habitante se multiplican irremediablemente, sin que la satisfacción de los beneficiarios mejore demasiado, porque siempre tendrán una sensación de aislamiento y de falta de oportunidades.
En la ciudad también surgen problemas nuevos. El descenso brusco de la natalidad de los años 80 ha vaciado muchos colegios e institutos y ya se está dejando notar con crudeza en la Universidad donde buena parte de las titulaciones peligran porque resulta ruinoso impartir carreras que sólo cursan unas decenas de alumnos. El costo por estudiante universitario se ha disparado en unos pocos años en Cantabria y sería estupendo poder decir que ha sido por una política de calidad de la enseñanza pero, en gran parte, hay que atribuirlo a que los gastos siguen siendo los mismos o mayores y el número de alumnos muy inferior.

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