Editorial

La burocratización que vivimos ha tipificado como únicos agentes sociales a los sindicatos, como si el resto de la sociedad no tuviese la posibilidad de generar otros agitadores y, probablemente, más activos. Es cierto que no hay muchos, y que la mayoría tienen carácter colectivo, como las ONGs, pero también hay personajes singulares dispuestos a hacer la guerra por su cuenta y capaces, incluso, de salir airosos de ella, como ocurre con Enrique Campos Pedraja. En realidad, cuando Enrique decidió agitar las aguas locales, ni había ONGs ni había sindicatos. Había uno, en singular, de obligatoria afiliación, y un pensamiento tan único que en realidad era monolítico.
El hecho de que muchas medallas se concedan por mero contagio no puede devaluar un método de reconocimiento social que en el caso de Enrique Campos es extraordinariamente merecido. Su iniciativa al crear un centro de reflexión empresarial como Cemide cuando nadie pensaba en ningún tipo de intercambio de opiniones y cuando los conceptos de excelencia o formación continua estaban en el limbo, es histórica. Su disposición a invitar a todo aquel que tuviera algo que aportar al debate, fuera de la ideología que fuera, ha sido un paso en la normalización social de esta pequeña comunidad que arrastraba tantos prejuicios. Su preocupación por la evolución económica de Cantabria, por la pérdida de fábricas, por los fondos europeos o por las infraestructuras ha espoleado permanentemente a quienes han tenido responsabilidades sobre estos temas. Por eso, Enrique Campos ha sido un agente social, dispuesto siempre a que su invitado no saliese del debate sin responder a la pregunta más comprometida.

En una sociedad donde todas las responsabilidades colectivas se han cedido a los gobiernos, el que un particular haya mantenido durante más de treinta años una iniciativa como la de Cemide no sólo es encomiable, sino sorprendente. Que lo haga a costa de su propios recursos, insólito. Y que conserve la fidelidad de los asistentes, es casi un milagro.
El Gobierno regional ha tenido reflejos al reconocer con la Medalla de Cantabria a Enrique Campos y hay que felicitarse de que la vida civil empiece a ser tenida en cuenta. Para esta región paradójica, que es a la vez conservadora e iconoclasta, los empresarios nunca han llegado a merecer una placa en una calle. Nunca hubo un recuerdo de agradecimiento para quienes fundaron desinteresadamente los colegios rurales, mucho antes de que llegase la enseñanza pública, e hicieron de este lugar perdido entre montañas la región más alfabetizada del país. Los librepensadores que idearon la Casa de Salud Valdecilla o la Universidad Internacional de La Magdalena hoy son perfectamente desconocidos para la totalidad de la población, quizá porque nadie tuvo la generosidad de dedicar a su recuerdo ni siquiera una placa. En una sociedad que ha pagado de una forma tan mezquina a sus personajes más conspicuos, es aún más de agradecer que se reconozca a alguien como Enrique Campos, cuya iniciativa comenzó a cambiar una época, bastante antes de que el espíritu de la Transición calase en la sociedad española.

Enrique Campos es miembro del Consejo Asesor de Cantabria Económica desde su fundación, hace casi quince años y, obviamente, su Medalla de Cantabria es un orgullo para esta revista. La casualidad ha querido que en los últimos meses, otras personas relacionadas con nuestra publicación hayan tenido éxitos profesionales tan relevantes como el ascenso a subdirectora de El País de la que fue nuestra compañera Berna González Harbour; la designación de otra de ellas, Olga Agüero, como jefa de prensa de la UIMP; la de Emilio Fernández-Castaño, perteneciente a nuestro Consejo Asesor, como comisario de la Expo de Zaragoza y el del también miembro, Rodolfo Rodríguez Campos como Empresista del Año. Una gran satisfacción para nosotros.

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