Editorial

Está claro que no la evitó, que este sistema provocó la acumulación de fortunas tan grandes como no era capaz de generar ninguna otra actividad, y que el supuesto uso social del suelo no lo fue tanto. Y lo que es peor, provocó una inseguridad jurídica permanente que no se ha corregido con las sucesivas leyes, sino que se ha agravado. Ahí está el caso del Plan General de Santander, el de Laredo y el de otras doscientas ciudades españolas, que ahora están en una situación desesperada y disparatada.
Llegados a este punto, todos somos conscientes de que el sistema no funciona pero lo sorprendente es que nadie reclame su sustitución por otro más racional, en el que sea una ley nacional, como en otros países, y no los planes urbanísticos, la que determine lo que se puede hacer con el suelo. En cambio, todo el mundo parece conformarse con otra chapuza más para salir del paso: unos artículos añadidos a la Ley regional de Presupuestos o la enésima ley cántabra del Suelo, que está en capilla.

El Ayuntamiento de Santander está tratando de de compartir los enormes costes políticos echando el muerto al Gobierno regional, y éste se sacude el polvo después de haber encontrado en Ciudadanos un aliado impagable, tanto que ha pasado a estar encantado de la espantada de Podemos.
En esta confusa ceremonia, la presencia en Cantabria de uno de los jueces del Supremo que tumbaron el Plan parecía servir para aclarar algunas cosas, pero ha creado aún más sombras sobre el imposible equilibrio del urbanismo. Los jueces utilizaron la circunstancia sobrevenida del Bitrasvase para anularlo pero tampoco estaban de acuerdo con la desmesurada planificación inmobiliaria del Ayuntamiento santanderino, que decidió no dejar nada que decidir a futuras generaciones, ni con la estrategia de concentrar todo el futuro espacio verde en la franja litoral de Cueto y Monte, es decir, todo lo que se había criticado a lo largo de su endiablada tramitación.
Frente a estas aclaraciones, que obviamente no deben de ser del gusto del Ayuntamiento, el juez expuso sus discutibles teorías sobre el planeamiento urbanístico, entre ellas que un Plan debería durar cuatro años, lo que dura el mandato del alcalde. Quizá no tenga en cuenta que la estabilidad es un valor en sí mismo, que para construir una promoción de viviendas se requieren no menos de cuatro o cinco años de tramitaciones, porque nuestra Administración y la enorme maraña de normas son así, y que aprobar un plan de urbanismo en España es resolver un puzle con tantas piezas que conseguir que encajen es un milagro. ¿Cómo se puede tener un plan cada cuatro años si el de Laredo ha llevado quince de tramitación y ahora hay que empezarlo de nuevo, o si el de Santander fue aprobado en pleno municipal nada menos que en cinco ocasiones, para corregir otras tantas deficiencias, y aún así ha acabado como ha acabado?

El urbanismo debía poner luz y orden pero ha acabado por ser una selva inextricable y oscura, con tantos flecos que cualquier particular o asociación ecologista puede echarlo abajo, con la colaboración de unos jueces a los que no parece conmoverles demasiado el coste operativo de sus sentencias, porque ni siquiera se han tomado la molestia de aclarar oficialmente su alcance, para que Santander no se viese obligada a empezar su Plan de nuevo.
Que sepa el señor juez que en España no tenemos planes de urbanismo, sino planes de vida: Los hacen los padres para que en el mejor de los casos los puedan usar sus nietos. Es lo que se llama una Administración ágil y que responde a las necesidades de su tiempo.

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