Vacunados de ira

Este año está muy fácil hacer pronósticos: va a ser, simplemente, mejor. Y no solo porque mejorará la economía, al no haber confinamientos domiciliarios (todavía no se pueden descartar del todo, a tenor de cómo están subiendo los casos desde mediados de diciembre) y por superarse la enfermedad. También empezará a haber más sosiego, que resulta más necesario aún que las vacunas, porque el Gobierno de Sánchez ha conseguido aprobar los presupuestos, lo que ya le da vía libre prácticamente hasta el final de legislatura, a la vista de lo que han durado los de Montoro, y se evitará buena parte del desgaste al que le somete la oposición cada vez que tiene que recurrir a los votos de Bildu o ERC. Simplemente, no los necesitará.

Tanto para el PSOE como para el PP, el objetivo se traslada ahora a las elecciones catalanas, que son una nueva prueba de fuego. Aunque la tensión del problema catalán se ha rebajado mucho con respecto a los días en que se proclamaba allí la república independiente, los dos partidos se juegan mucho. El PSOE, la posibilidad de desplazar a los nacionalistas del Gobierno si logra sumar una mayoría con Podemos y ERC. Por mucho que estos socios de coalición le presionasen mucho en el futuro, ya nada sería igual que hasta ahora en Cataluña.

Para el PP, en esas elecciones debe demostrar que es un partido nacional auténtico, porque es casi imposible alcanzar el Gobierno del Estado sin tener prácticamente representación en Cataluña y el País Vasco, como le ocurre ahora. O coge fuerza de una vez en esos territorios que suman muchos escaños (y algo distinto tendrá que hacer para conseguirlo) o sus aspiraciones nacionales van a tener que esperar mucho tiempo. Es simple aritmética. Y la posibilidad de que Vox les iguale o sobrepase en escaños en el Parlamento nacional, como avanzan las encuestas, es una pesadilla para los populares.

Sin confinamientos, con presupuestos y sin elecciones en el horizonte, después de las catalanas, se relajará el ambiente

Ciudadanos también se la juega, porque no olvidemos que fue el partido ganador en los anteriores comicios, aunque nunca se presentase a la investidura, y probablemente no consiga retener ni la mitad de los escaños que tuvo entonces, que se trasladarán al PSOE y PP (de donde procedían), y a Vox. El PSOE, con la baza de Illa, y el PP, al arrebatarle su portavoz a los liberales, está claro que aspiran a ello.

Queda Podemos, que se ha ido diluyendo en las comunidades como un azucarillo, ante su incapacidad para formar una estructura de partido. Tampoco ahora que ha convertido a sus simpatizantes en militantes de cuota mensual, como los de cualquier otra formación, constatado que todo lo anterior no funcionaba.

El partido de Pablo Iglesias tiene muchos más problemas, los mismos que tuvo IU toda la vida, y que son consecuencia del ADN de la izquierda. Las acciones de gobierno van por un lado y sus votantes por otro. Si atendemos a la encuesta del CIS (y las otras no son muy distintas), si hubiese elecciones, perdería casi la mitad de los escaños. ¿Cómo puede ocurrir que sus votantes se vayan el año en que ha llegado al Gobierno, alcanzando una vicepresidencia; cuando se ha aprobado una subida histórica del SMI, la Ley Celáa, la de Eutanasia o la futura renta Básica Universal; se le ha expropiado el Pazo de Meirás a los descendientes de Franco (al que antes se había sacado de El Escorial) y se ha ampliado el permiso de paternidad a 16 semanas? ¿Con qué nivel de izquierdismo estarían satisfechos? En realidad, con ninguno.

El ADN de esa izquierda hace que se sienta mucho más cómoda en la oposición que en el Gobierno, porque su opción política es ‘a la contra’. Por tanto, que no espere mucho Iglesias de sus próximos tres años de gobierno, si es que dura, porque las medidas de cara a la galería ya se le han agotado, y encima sin darle ningún rendimiento. Ni siquiera mantiene su último suelo electoral con el señuelo antimonárquico que ha de sacar día sí y día también para tratar de congraciar a su parroquia.

Sí se mantienen, sorprendentemente, los nacionalistas, aunque haya transferencias de votos entre ellos (lo mismo que ocurre entre PP, Ciudadanos y Vox). Ni siquiera el desbarate de gobierno parece erosionar el entusiasmo de sus bases, aunque ahora circule por las calles de la legalidad. Quizá las previsiones demasiado agoreras que se hacían desde Madrid sobre el hundimiento de la economía catalana tras la proclamación de ‘la república’ acabaron por reforzarles en su ensoñación de que el experimento puede funcionar. De lo contrario, no se entiende.

Lo único evidente es que la política española se ha fraccionado en dos frentes impermeables, derecha/izquierda, y en cuatro en el caso de Cataluña y el País Vasco, donde a esa barrera infranqueable de la ideología se une la del nacionalismo. Quienes han excavado a conciencia estas trincheras deberán decidir, a la vista de los resultados, si les ha salido a cuenta esta polarización, que ha creado crispación, desasosiego y la imposibilidad de formar gobiernos fuertes. Una desazón que fagocita incluso a quienes la fomentan: de los nueve líderes que encabezaban las formaciones catalanas en las últimas elecciones, ocho se han caído del cartel. ¿Ocurrirá lo mismo en las nacionales?

Lo único bueno es que tendremos mucho tiempo hasta que vuelva a haber elecciones en algún sitio, y eso también contribuirá a desinflar el globo de verborrea, ira e impostura política en que vivimos, en el que todo lo que ocurre es culpa de alguien, hasta que nieve. Puede que las elecciones catalanas acaben por resultar una vacuna, y no por los resultados.

Alberto Ibáñez

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