Quién recibe más

Qué sería del mundo moderno sin el imperio de los números y las estadísticas. Probablemente, nada. Estamos tan absortos que prácticamente no hay noticia sin un titular escrito en millones, ya sean de ciudadanos, de euros o de frustraciones (las de quienes no se sienten satisfechos con la cifra de lo que sea). El paradigma son los presupuestos del Estado, sobre todo ahora que los podemos conocer regionalizados con pelos y señales el mismo día que se presentan. Un tocho de miles de páginas en las que antes nadie se atrevía a bucear más allá de las grandes cifras del Ministerio de Fomento, ahora se puede filetear limpiamente por piezas, y eso siempre ofrece alguna posibilidad de enfado.

En realidad, nunca fueron bien recibidas, presupuesten las cifras que presupuesten, porque ese es el papel de la oposición, oponerse. Lo criticable es que no se tome la misma molestia analizando a fin de año cuántas de esas partidas se ejecutaron, que es lo realmente importante, por lo que en política (y en periodismo) acabamos juzgando las intenciones en vez de juzgar los hechos.

Si esta indolencia de quienes tienen el deber político de controlar ya es en sí misma una estafa al elector, la segunda es el manejo de las cifras. Durante muchos años, los sucesivos gobiernos centrales eludieron desglosar las balanzas fiscales de cada autonomía (lo que aportan y lo que reciben) conscientes de que se trata de un material altamente explosivo: Las autonomías que reciben menos de lo que entregan se rebelarían y las que son claramente receptoras nunca agradecerían el favor, obligadas a mantener la tesis de que esas transferencias seguían siendo insuficientes para atender su realidad económica y social.

Madrid es y será la mejor tratada en los Presupuestos porque es origen y destino de toda la red de carreteras y ferrocarriles

Cuando Cataluña publicó sus propios cálculos sobre el desequilibrio entre lo que aporta al Estado y lo que recibe de él, ya no hubo más remedio que publicar las balanzas reales para tratar de demostrar que lo reclamado por los nacionalistas catalanes era una exageración, pero tanto los cálculos de unos como los que hacían los otros eran discutibles. El propio Borrell publicó los suyos, descontando los gastos centrales del Estado que hay que pagar a escote (Defensa, Corona, Asuntos Exteriores…), aunque ninguno es del todo fiable, por la cantidad de interacciones imposibles de medir.

En esa trampa de presentar las cifras de una forma unívoca caemos todos. El ejemplo es lo ocurrido con la dotación presupuestaria para Madrid. La capital de España lleva seis años recibiendo una inversión estatal por habitante superior a la media, pero considera una venganza que para 2022 el Gobierno de Pedro Sánchez haya disminuido su asignación, aunque siga por encima de la media. Todos tenemos derecho a quejarnos, pero es hora de dejar sentado que mientras la red de carreteras y de ferrocarriles sea radial, la repercusión de las inversiones públicas sobre Madrid será infinitamente mayor que sobre el resto de autonomías, porque en el extremo de cada autovía o de cada línea de tren de largo recorrido casi siempre está Madrid, da igual que la obra se haga en León, en Burgos o en Jaén, beneficiará también a los madrileños.

Es fácil de entender con otro ejemplo. Cuando la red de carreteras de alta capacidad de Cantabria se completó, el objetivo de nuestros políticos locales pasó a ser la Autovía entre Aguilar y Burgos o los tramos del AVE que se han de construir en Palencia, y lo seguimos considerando como una deuda con los cántabros, cuando realmente quien debiera reclamarlo es la Junta de Castilla y León. Pues igual que nosotros, que estamos al final de esas líneas, pensamos sacar rendimiento de las obras que se hagan en los tramos intermedios de otras provincias, los madrileños sacan ese rendimiento de toda la red que parte de su Km 0 y tendrán que reconocer que son los mejor servidos en cada uno de los Presupuestos del Estado, con muchísima diferencia.

Ocurre también con el concepto de capitalidad. Santander reclamó durante algún tiempo una compensación por los supuestos gastos derivados de ser la capital de la comunidad autónoma, en los que incluía el desgaste de aceras y calzadas por parte de quienes acuden a hacer gestiones (no es una broma). Cueste o no cueste, nadie quiere perder esa capitalidad, y las manifestaciones de Ayuso ante la posibilidad de que Pedro Sánchez traslade fuera de Madrid algún organismo público lo demuestra. En realidad, todos sabemos que ese traslado no se hará, porque si mover edificios es difícil, mover funcionarios lo es mucho más, y que el presidente se refería a entes de nueva creación (pocos, a estas alturas) que podrían repartirse por otras comunidades en estos tiempos en los que reclamamos soluciones para la España despoblada y exaltamos la conectividad.

Hormaechea ya nombró en su día un delegado del Gobierno de Cantabria en Torrelavega y con el PP se llegó a plantear trasladar una consejería, como la de Medio Ambiente, a aquella ciudad. En ambos casos, porque parecía de justicia repartir los organismos públicos, a sabiendas de que crean riqueza. Quien lo dude, no tiene más que comprobar cómo cambió la economía de Estrasburgo tras establecerse allí parte de la actividad del Parlamento Europeo, aunque solo sean unos días al mes.

Madrid es, y será inevitablemente, la comunidad que más recibe, como ocurre con cualquier país con un sistema logístico centralista. Las autonomías han servido para matizar un modelo tan descompensado pero solo ligeramente. La mayor parte de los flujos de personas y de rentas en España siguen pasando por ese punto central el país, cruce de mil caminos, que actúa como una enorme aspiradora del talento y del dinero nacional, tal como está ocurriendo con todas las grandes urbes del mundo.

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