Navegar entre contradicciones

Todos los tiempos tienen sus contradicciones pero parecía imposible que sobreviviesen en la sociedad del racionalismo cientifista en que vivimos. Sin embargo, esa misma situación esperpéntica que reflejaba Valle Inclán en la España rural donde la mística podía vencer a la realidad, sobrevive cada día en los medios de comunicación.

La ceremonia de coronación de Carlos de Inglaterra lo ha puesto de relieve. Desde dos semanas antes, los medios españoles de todo tipo se han lanzado a una carrera de reportajes para explicar (y ensalzar) la liturgia medieval de la investidura, algo claramente desmesurado cuando se trata de una ceremonia religiosa (el ensalzamiento como jefe de la iglesia anglicana) ya que la coronación propiamente dicha se hizo poco después de la muerte de Isabel II. La importancia de adornar con todo tipo de liturgias cualquier acto ya lo descubrió la iglesia católica hace muchos siglos y es curioso que ahora que se despoja de muchos de estos ceremoniales “para adaptarse a los tiempos”, la ciudadanía los busca en otros lugares, como si los añorase en esta sociedad del minimalismo emocional.

También existe una liturgia laica, que nos lleva a deslumbrarnos por lo que ocurre con los mandatarios estadounidenses. Lo que es de admiración en ellos (por ejemplo, el vehículo blindado del presidente, ‘La Bestia’, o que circule junto a otros seis idénticos, para que no se sepa en cuál va) sería severamente ridiculizado si lo hiciese un mandatario patrio. Por eso, no cabe sorprenderse de que la prensa española dedicase mucho más espacio a la fugaz visita a Biden al pueblo irlandés del que procedía uno de sus ancestros que al encuentro del presidente español con el presidente chino, bastante más relevante para nuestro país. Es evidente que seguimos asociando a EE UU con el imperio, incluso en aquellos medios menos proclives ideológicamente.

Los medios españoles se rinden a la liturgia de la coronación de Carlos III o al costumbrismo de la visita de Biden a Irlanda

Los enfoques discutibles se extienden a muchos otros ámbitos. En la guerra de Ucrania, los rusos golpean sin piedad cualquier ciudad de este país, y no solo la zona geográfica que han invadido y reclaman, pero tanto a los rusos como a los occidentales nos salen sarpullidos si Ucrania lanza algún misil contra las poblaciones del otro lado de la frontera. Hemos aceptado tácitamente que, para el invadido, se trata de una guerra meramente defensiva y cualquier otra estrategia es ilícita. Pero, salvo por la escalada bélica que podía suponer, ¿qué circunstancia moral hace que sea más ilegítimo bombardear Moscú que bombardear Kiev?

Tampoco nos planteamos circunstancias tan extrañas como que los barcos de cereal siguan saliendo con normalidad de Ucrania sin ser interceptados por los rusos, o si tiene sentido seguir disputando la liga de fútbol en ese país, con una situación tan anómala. Quizá porque lo que tiene de insólito lo tenga de terapéutico para la población.

Para los medios de comunicación en los que solo vende lo blanco o lo negro, todos estos matices del gris no interesan. El público al que se dirigen es el que solo quiere certezas, convenientemente digeridas en función de su ideología. En un mundo tan desasosegante, todos necesitamos esa inyección diaria de autoestima que produce vernos ratificados en nuestros planteamientos.

Nadie cuestiona, tampoco, que estos telepredicadores de los medios informativos (como en el deporte, la noticia ha dejado el sitio a la interpretación), que juzgan a la clase política con enorme severidad, y aparecen convertidos en los adalides de la lucha contra la corrupción pero se saltan sin el menor empacho todos los códigos morales de la profesión al intercalar en cualquier momento de sus programa radiofónicos o televisivos todo tipo de recomendaciones publicitarias, que les reportan unos saneados ingresos añadidos. ¿Por qué tenemos que aceptar que se ensalce por dinero un centro comercial, unas patatas o un modelo de automóvil y no podemos supone que ese mismo comunicador hace lo mismo  (publicidad) cuando habla de un partido político?

La tecnología ha permitido descubrir otras debilidades de los productos informativos, como que los lectores o televidentes no prestan tanta atención a la política como suponíamos, y en cambio ‘pinchan’ en todas aquellas informaciones en las que hay un componente morboso o escandaloso. Eso da lugar a que los medios estimulen ese clickbait a través de contenidos cada vez más discutibles moralmente y utilicen titulares que poco tienen que ver con lo que allí se cuenta. Lo único que importa es tener más visitas que el rival y si eso devalúa la condición del medio, demostrando que se ha pasado al amarillismo, tampoco ocurre nada: se manipulan las estadísticas de lo más visto, para que el lector siga creyendo que se trata de un medio “serio”, en el que otros lectores “serios” como él, se interesan principalmente en noticias “serias”, dejando esas otras de cotilleo que van en los faldones de la página, como una mera descompresión ocasional. ¿Estamos preparados para reconocer que lo que realmente interesa es, precisamente eso, lo que va por debajo?

Todas estas contradicciones que se dan a diario en los medios de comunicación no están resueltas ni lo estarán mientras estemos hablando de un negocio, que por cierto, es cada día más difícil. Si fuese más fácil, sería un negocio económico, que vive de los lectores y anunciantes, con relativa transparencia en sus fines, pero no lo es, así que también vive de la política, con la expectativa –en unos– de hacer caja con los están, y –en otros– de hacerla con los que vengan.

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