Los tribunales, tercera cámara

No es cierto que en España haya dos cámaras legislativas. Hay por lo menos tres, si damos por bueno que el Senado sirve para algo. Las dos que se titulan como tales y los tribunales de justicia. En estos momentos, prácticamente no hay ningún asunto político de relieve que no esté judicializado. Bien porque las decisiones gubernamentales o parlamentarias han sido recurridas por los partidos de oposición o bien porque los tribunales están emitiendo resoluciones sobre hechos del pasado, vivimos en la provisionalidad más absoluta. No sabemos si el Ayuntamiento de Santander va a tener que devolver todos los impuestos cobrados desde hace más de diez años, por no haberse tomado nunca la molestia de crear el Tribunal Económico Administrativo que le exige la ley, aunque todos somos conscientes de que no podría devolver ni lo recaudado el año pasado. Tampoco sabemos si la reforma laboral va a durar o el recurso del PP contra la votación en el Parlamento será estimado en los tribunales y la echará abajo. Tampoco si el diputado de UP que está fuera de la Cámara va a volver o no, después de haber cumplido de largo su condena de 30 días; si los grandes empresarios que se valieron directa o indirectamente a Villarejo van a poder seguir aguantando la presión de tener que verse declarando… Hay tantos asuntos en estos momentos en manos de la justicia y tantos jueces dispuestos a tener su minuto de gloria tramitando cualquier denuncia sobre asuntos públicos que todo es susceptible de venirse abajo, sin que nadie tenga en cuenta el coste descomunal que eso supone, tanto en lo económico como en el prestigio del país y, no digamos, en el coste de oportunidad para empresarios y particulares. Quién va a tomar una decisión de invertir si sabe que el marco legal de hoy puede ser nulo mañana.

Lo cierto es que la mayoría de estos asuntos no suelen tener demasiado recorrido en los tribunales, lo que indica que se abusa de las denuncias y de las tramitaciones en asuntos que antes pocos jueces estimaban. El que más motivos puede tener para quejarse es Podemos, al menos en cuanto a denuncias sobreseídas o con sentencias favorables, nada menos que 24 en los últimos dos años, desde supuestos pagos de Venezuela al equipo de Iglesias a la retención de la tarjeta telefónica de su colaboradora Dina Bousselham. Casos, que no obstante, sí que han servido para deteriorar políticamente su marca, por lo que los denunciantes seguramente se den por satisfechos. Pero no es, ni mucho menos, el único. Tras la primera oleada de la pandemia, se acumularon sobre la mesa del Tribunal Supremo 62 denuncias contra el Gobierno de la nación por fallecimientos en las residencias, compras de material sanitario en China, vulneración de derechos fundamentales o insuficiencia de equipos de protección para los sanitarios. La inmensa mayoría han ido decayendo, pero han seguido entrando otras al mismo ritmo. Ninguna administración se ha librado. Hay decenas de denuncias por cierre de establecimientos hosteleros, por la imposición de otras medidas sanitarias, por mantener en las calles las terrazas que iban a seer provisionales…

La denuncia sistemática de todas las decisiones políticas ha creado una situación de provisionalidad en la que nadie puede estar seguro de nada

El acoso judicial no es una táctica política nueva, ni siquiera es exclusiva de los profesionales de la política. En los años 80, un constructor de Vigo le volvió loco al Ayuntamiento recurriendo todas las licencias que concedía, y obtuvo éxitos clamorosos. Poco después, esa misma estrategia la siguieron en Santander el propietario de una vivienda que se encontraba sobre el túnel de Tetuán, que quedó dañada por las obras, y por un carnicero de Monte, al que le expropiaron varias fincas para la construcción de la S-20. Este último consiguió dos derrotas descomunales del Ayuntamiento, al tumbar la recalificación del suelo de la entonces Nueva Montaña Quijano y de Ibero Tanagra, lo que demoró años la obra de El Corte Inglés, entre otros muchos efectos para la ciudad. Más tarde fue ARCA la que tumbó el chapucero urbanismo costero de los ayuntamientos, dejando fuera de juego más de 600 viviendas y la EDAR de Vuelta Ostrera.

Todo ello demuestra que la Justicia puede convertirse en una herramienta política de primer orden, para cualquiera que no pueda salirse con la suya a través de los votos. Y, obviamente, esa no es su utilidad. Pero también es cierto que nada de esto sería posible si las decisiones que se toman desde las administraciones públicas estuviesen ajustadas siempre a derecho. Lo sorprendente es que muchas de ellas no lo estén o que hayamos hecho normas tan endebles que cualquiera puede encontrar el resquicio para llevarse por delante, por ejemplo, prácticamente todos los planes de urbanismo de Cantabria. Y, peor aún. Como muchos de estos asuntos solo buscan la atención pública, el caso está ganado desde el principio, con el revuelo que se monta en los periódicos, porque pocos ciudadanos esperan a la sentencia o al archivo de la denuncia para tener opinión. Vox lo ha entendido perfectamente. Nadie va a recordar ninguna de las iniciativas que presente en el Parlamento, salvo la moción de censura a Sánchez, pero –jugando a la estadística– algo quedará de los 93 recursos o querellas que ha presentado contra el Gobierno de la nación en año y medio.

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