Las bravuconadas no hacen cambiar la realidad

El otoño llega siempre con una catarata de titulares simplones, como “comienza el curso”, aplicado a todo tipo de actividades no lectivas o los avances de los presupuestos que se presentan para el ejercicio siguiente encabezados con pomposos “récord de gastos”, cuando es evidente que lo habitual es que cualquier presupuesto sea algo mayor que el anterior, como resultaría igual de estúpido que cualquiera de nosotros presumiese de récord salarial por ganar un dos o un tres por ciento más que el año anterior. Es, simplemente, lo normal.

Con semejante tendencia a convertirlo todo en excepcional para conseguir un titular atractivo o para hostigar a un gobierno, cada vez es más difícil detenerse en las sutilezas, y eso es lo que de verdad cambia el mundo. Esos pequeños detalles diarios que, poco a poco, generan una nueva realidad. Hace un par de décadas, entre los altos funcionarios europeos circulaba un comentario entre jocoso y apocalíptico del mundo que venía, dando un papel a cada continente: Estados Unidos seguiría siendo el proveedor de la ciencia y la tecnología; China monopolizaría su condición de fábrica del mundo; Europa solo mantendría un estatus decadente, como las viejas señoras, convertida en un museo, con prestigio cultural, si, pero sin nada más; Oceanía, demasiado alejada y África (oh, África) seguiría siendo un desastre.

Hasta el siglo XX, las políticas internacionales se basaban en la idea de que cuanto mejor le fuese a otras naciones, peor para nosotros. Ahora, cuanto peor les va, más problemas tenemos nosotros

Esa atribución de papeles puede que no sea tan equivocada, pero en estas dos décadas están ocurriendo demasiadas cosas como para seguir adoptando ese papel fatalista. Es verdad que hace un siglo, el 25% de la población del mundo era europea, y ahora solo es el 7%, y esa pérdida drástica de importancia poblacional hace prácticamente imposible mantener el peso político y económico. Pero, mientras no se arregle ese “desastre” africano, la llegada de grandes proporciones de inmigrantes cambia sustancialmente las cosas, y no a mejor. En un mundo global, los problemas de los demás también son los problemas propios, y si los demás tienen guerras o son incapaces de generar una economía mínimamente avanzada, acabarán por venirse aquí, que es lo que está ocurriendo.

El desastre de África empieza a ser nuestro desastre, y esa turbación es perfectamente reconocible en la fuerza que han adquirido los partidos ultranacionalistas en Italia, Francia o Suecia, donde hasta hace muy poco casi nadie votaba a la extrema derecha, o cómo derivan en esta misma dirección los republicanos estadounidenses, espoleados por Trump.

Ningún país puede resolver por separado el difícil reencaje de las grandes masas de población que, cada vez más, huyen de las guerras o de la pobreza. Cabe la duda, incluso, de que lo puedan resolver de forma colectiva, y mucho menos sin atajar el problema en origen: si tenemos en cuenta lo caro que nos sale a todos una guerra (sin tener en cuenta el drama humano) siempre resultará más económico tratar de ponerle solución in situ, y lo mismo ocurre con la pobreza.

Podemos enterrar la cabeza para no enterarnos, pero cualquier otra política es temeraria. Las proyecciones de la ONU indican que en 2050 Europa tendrá 550 millones de habitantes, pocos más que ahora, mientras que un país como Nigeria habrá pasado de los 200 millones que tenía al comienzo de este siglo a 600, más que toda la vieja Europa. Y suponer que, sin una sustancial mejora de su nivel de vida, van a permanecer allí modosamente mientras ven en la tele cómo se vive más al norte es de ingenuidad pasmosa.

Hasta el siglo XX, la política internacional se basaba en la idea de que cuanto mejor le fuese a otras naciones, peor para nosotros, porque se convertían en rivales/enemigos más peligrosos. La política del siglo XXI ha de ser consciente de que cuanto peor le vaya a otros, más problemas tendremos nosotros. Por muchas concertinas que instalemos en las fronteras, el contagio de ese malestar es inevitable.

La elección de la ultraderechista Meloni en Italia fue un claro producto de su beligerante posición contra la entrada de inmigrantes africanos. Ciudadanos de todos los colores políticos confiaron en que ella despacharía el problema sin miramientos, pero la realidad es que, con ella en el Gobierno, ahora entran más que nunca. Una demostración clara de que el populismo no resuelve el problema por muchas bravuconadas que lance y muchas medidas tajantes que prometa. Devolver los inmigrantes al mar estando las televisiones delante es imposible, al menos en Europa y lo que ocurre en Italia al menos va a servir para que nadie más siga apostando por soluciones de barra de bar.

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