La economía cántabra: ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?

José Villaverde Castro

Uno de nuestros refranes más populares sostiene que las comparaciones son odiosas. A mi juicio, no hay duda de que algo, sino mucho de cierto existe en tal aseveración, pese a lo cual parece necesario seguir haciéndolas. Las comparaciones son odiosas no tanto porque en ocasiones se salga mal parado de las mismas, que también, cuanto porque, con frecuencia, sus resultados dependen del tipo de comparación que hagamos. ¿Nos comparamos con nosotros mismos hace unos años? En este caso, ¿cuántos años atrás llevamos la comparación? O ¿nos comparamos con otros? ¿Con qué otros? ¿Con los mejores o con la media del grupo al que pertenecemos? Como es lógico, los resultados, positivos o negativos, pueden diferir, a veces de forma sustancial, dependiendo del criterio de comparación elegido.

Hemos de reconocer, por tanto, que, al plantearnos la pregunta que se formula en el título de este artículo, la respuesta depende crucialmente de cuánto echemos la vista atrás y de con quién nos comparemos. A mi juicio, una comparación sensata sería la que nos pusiera frente al espejo de cómo éramos cuarenta años atrás (justo los que llevamos como comunidad autónoma) y como nos veíamos y nos vemos frente al conjunto del país. En este sentido, he de empezar reconociendo que, pese a que es cierto que por mor de la pandemia y de la guerra en Ucrania, padecemos una situación económica complicada, no hay ninguna duda de que la misma no tiene nada que ver con la que vivíamos al inicio de nuestra autonomía, o, si se quieren considerar otros periodos, hace treinta, veinte o diez años. Para evidenciarlo, y por mucho que se critique la validez de los indicadores económicos (sobre todo por algunos políticos en momentos muy concretos) basta con echar una mirada a la evolución de nuestro PIB real por habitante: aunque con los vaivenes propios del ciclo económico, su tendencia ha sido alcista y, en la actualidad, es mayor que el que teníamos incluso antes de la pandemia. En cuanto al mercado de trabajo, el otro gran caballo de batalla de cualquier economía, es cierto que ha habido épocas en las que la tasa de paro ha sido menor que la actual, lo que no óbice para reconocer que esta es la mejor desde que estalló lo que conocemos como Gran Recesión. Las que sí registran cotas más elevadas son, sin duda alguna, la tasa de ocupación y la participación femenina en el empleo, algo tremendamente positivo.

Dicho esto, sería osado, además de inexacto, decir que nuestra evolución ha sido excelente; nada más lejos de la realidad. Dejando de lado lo ocurrido en los dos o tres últimos años, pero insistiendo en que, tras el desplome de 2020, hemos recuperado el PIB y el PIB por habitante previos a la pandemia, me parece interesante subrayar que si comparamos la situación que se daba en el lustro 1976-80 con la del correspondiente a 2016-20, para reducir significativamente los sesgos derivados de elegir dos años concretos, veremos (Cuadro 1) que nuestra evolución en las principales magnitudes económicas ha sido muy discreta, siempre y cuando tomemos como referencia lo ocurrido a escala nacional. Específicamente, se aprecia que hemos perdido peso en lo que atañe a la producción, la población, el empleo y la renta por persona, y que hemos mejorado en términos relativos sólo en lo concerniente a la productividad. En esta comparación, reconozcámoslo, no salimos muy bien parados.

En cuanto a la estructura productiva, que es un vector fundamental en lo que se refiere al potencial de crecimiento económico y resiliencia, el Cuadro 2 muestra la perdida de relevancia del sector primario (me atrevería a decir que acorde con los tiempos que nos han tocado vivir), el retroceso de la industria (lamentable y muy perjudicial para nuestros intereses) y la construcción, y la ganancia de cuota de los servicios. Al compararnos con el conjunto nacional, cuya estructura ha evolucionado en la misma dirección que la nuestra, aunque con intensidades bien distintas, vemos que hemos pasado de estar especializados en los sectores primario y secundario, a estarlo, incluso más que al principio, en este último y la construcción. En lo que se refiere al sector terciario, cabe señalar que el peso de los servicios en la región sigue siendo menor que el existente en España, pese a lo cual, creo que conviene subrayarlo, hemos reducido de forma sustancial la brecha inicialmente existente.

Lo expuesto nos deja, al menos a mí, un sabor agridulce. No nos ha ido mal (por lo tanto, no es cierto eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor), pero la situación no ha rodado tan bien como, a priori, podría haberlo hecho. Así las cosas, ¿por qué ha sucedido lo que ha sucedido? ¿por qué hemos sido menos dinámicos que el conjunto del país? Pues, fundamentalmente, y esto lo he subrayado en numerosas ocasiones, por una confluencia de factores relacionados con el grado de capitalización de nuestra economía; más en concreto, porque, aunque contamos con más capital humano que la media, lo tenemos poco aprovechado, porque tenemos deficiencias importantes (y de naturaleza estructural) en lo referente a las infraestructuras, porque tenemos una reducida dotación de capital tecnológico (resultado de una menor inversión en I+D+i), y porque nuestra dotación de capital social (capacidad empresarial, capacidad de gestión, capacidad de cooperación, …) es bastante limitada.

Con un panorama como el descrito, que tiene luces y sombras, no me cabe ninguna duda de que el futuro económico de la región será más favorable que en el pasado y presente si tenemos la habilidad y el coraje de explotar debidamente nuestras potencialidades, nuestras ventajas comparativas, que se circunscriben, en esencia, a la industria agroalimentaria, a la industria transformadora (si somos capaces de solucionar los problemas, sobre todo, de las empresas electro-intensivas) y al desarrollo del sector terciario en, al menos, dos ámbitos: el de la prestación de servicios especializados (por ejemplo, en materia de servicios avanzados a empresas, a la tercera edad…) y el del turismo y el ocio. Capacidad y talento para hacerlo tenemos; sólo falta saber si también tenemos una sociedad (gobierno, empresarios, sindicatos, ciudadanos de a pie, …) lista para hacerlo. Sea como fuere, y dado que no añoro para nada el pasado, insisto en que, en contra de lo que sostiene una estrofa de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, no es cierto eso de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. No lo es, y, si lo fuera, la culpa sería nuestra.

José Villaverde Castro es catedrático de Fundamentos del Análisis Económico.
Universidad de Cantabria

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