Diez años, la barrera de los nuevos partidos

Cuando el Movimiento del 15 M acabó decantándose en el partido Unidos Podemos, y Ciudadanos salió de Cataluña para explorar sus posibilidades de crear una formación nacional de centro, la situación económica y política de España era mucho peor que la actual. Cantabria rozaba los 60.000 parados, la persistencia de la crisis en el tiempo había creado una gran desmoralización social y tener que rescatar con dinero público a entidades financieras cuando muchas familias no podían pagar las hipotecas de sus casas creaba una gran tensión social. Un caldo de cultivo idóneo para la aparición de nuevos partidos, dispuestos a ponerlo todo patas arriba, empezando por el bipartidismo PP-PSOE. Venían a cuestionar el propio sistema, empezando por la Transición, de la que hasta ese momento todo el mundo parecía tan orgulloso, y siguiendo por la Constitución, cuya reforma consideraban la solución a todos los males.

Podemos llegó a disputarle al PSOE el estandarte de primera fuerza de la izquierda, pero se quedó a las puertas de conseguirlo. A su vez, Albert Rivera, tuvo la oportunidad de gobernar en coalición con los socialistas, aunque finalmente optó por mantenerse al margen y reformular su proyecto, que empezó siendo socialdemócrata y se quedó en reformista.

A su vez, por el otro extremo del arco ideológico, Vox empezaba a sacar la cabeza como contrapunto a Podemos.

Con un abanico tan amplio donde antes solo había dos partidos, además de una izquierda testimonial (IU) y los grupos nacionalistas, el sistema bipartidista parecía roto para siempre y que alguno de los partidos consiguiese por si solo mayorías absolutas se convirtió en utópico. Un complejo panorama en un país que ni está acostumbrado a las coaliciones ni las quiere.

Los que supuestamente habían venido para quedarse tienen fecha de caducidad. No es fácil superar la década

Pero lo que supuestamente había venido para quedarse, tenía fecha de caducidad. En esta publicación ya advertimos que ese suflé difícilmente duraría más de diez años, porque las aguas políticas tienden a aquietarse con el tiempo y los españoles, sociológicamente, están bastante alejados de los radicalismos. A día de hoy, gobierne PP o gobierne PSOE el sistema está regido por valores propios de la socialdemocracia tanto en educación como en sanidad o en asistencia social. Pero también en derechos individuales y la prueba está en que ni Aznar ni Rajoy dieron marcha atrás en las leyes de divorcio, aborto o matrimonio homosexual que AP primero y el PP después tanto combatieron. El PSOE, a su vez, aceptó con toda naturalidad financiar la enseñanza privada con las mismas dotaciones que la pública, contraviniendo su ideario original, e incluso mejoró sustancialmente el Concordato con el Vaticano firmado por Franco.

La implosión de los partidos nacidos para tomar los cielos al asalto empezó por sus debilidades estructurales. Muchos de los afiliados llegaban rebotados de varias formaciones anteriores, y no era fácil crear de la noche a la mañana estructuras en las diecisiete autonomías y en los más de 8.000 ayuntamientos del país. Cuando empezaron las previsibles disputas internas por los cargos y por los puestos remunerados (nunca por diferencias ideológicas, es curioso) los conflictos les consumieron más energías que su acción política. Y lo más grave de este desguace interno es que repetía los peores defectos de la vieja política. Aquellos que venían a regenerarla y hacían grandes aspavientos contra los sueldos de los diputados y consejeros, luego se negaron a entregar a sus partidos la cuantía que excedía del tope interno fijado, lo que dejaba bien a las claras que su idea de llegar a la política para ponerse al servicio de los demás duraba en tanto podían tocar con los dedos alguna de sus ventajas, por no hablar de la vuelta del transfuguismo, que ya parecíamos haber erradicado. Todavía ahora hemos visto como muchos cargos de Ciudadanos han esperado hasta agotar el mandato para saltar de barco y no perder ningún mes de cobrar, cuando si estaban tan incómodos personal o ideológicamente, tenían la oportunidad de haberlo hecho muchos meses atrás.

Si este año es el último de aventura para algunas de estas fuerzas, lo dirán las urnas, pero todo indica que va a ser así, excepto para aquellos que saquen el billete en ese nuevo tren, el de Yolanda Díaz que, como Macron, crea una formación propia desde dentro del Gobierno al que la invitaron a participar. Son los sinos de los nuevos tiempos. Un tiempo de proyectos personales que mientras los partidos tradicionales fueron fuertes nunca prosperaron. Ahora, Trump, Berlusconi, Macron y, quizá, Yolanda Díaz pueden derrotar por sí solo a las viejas estructuras de poder, al menos en el ámbito nacional, donde no es necesario llegar a cada pueblo con una lista. Eso sí, todos ellos tendrán fecha de caducidad, pero eso ahora solo les importa a la hornada que ya está a punto de caducar.

Sobrevivir a la barrera de los diez años es más difícil de lo que parece, incluso para las bandas de rock. Si lo superan, como el PRC, pueden darse por consolidados, pero son pocos los que lo consiguen. Ciudadanos, Podemos y, dentro de algún tiempo, Vox, correrán la misma suerte que corrieron UCD, CDS, UPCA, UPyD, Coalición Galega, Unión Mallorquina o Unión Valenciana. Todos tuvieron su momento de gloria, pero no es fácil gestionar las ambiciones humanas que se juntan en un proyecto político y mucho menos cuando empiezan los revolcones en las urnas. Es una historia demasiadas veces vista.

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