Dependencia política

El otoño llega siempre con una catarata de titulares simplones, como “comienza el curso”, aplicado a todo tipo de actividades no lectivas o los pomposos “récord de gastos” para todos los avances de presupuestos, cuando lo habitual es que sean siempre mayores que el anterior, como resultaría igual de estúpido que cualquiera de nosotros presumiese de récord salarial por ganar un poco más que el año precedente. Es, simplemente, lo normal.

Con semejante tendencia a convertirlo todo en excepcional para conseguir un titular atractivo o para hostigar a un gobierno, cada vez es más difícil detenerse en las sutilezas que de verdad cambian el mundo. Esos pequeños detalles diarios que poco a poco generan una nueva realidad. Hace un par de décadas, entre los altos funcionarios europeos circulaba un análisis entre jocoso y apocalíptico sobre mundo que venía, otorgando un único papel a cada continente: Estados Unidos seguiría siendo el proveedor de la ciencia y la tecnología; China sería incuestionablemente la fábrica del mundo; Europa mantendría un estatus decadente, como las viejas señoras, viviendo de viejas glorias y convertida en un mero museo, con prestigio, sí, pero nada más; Oceanía, sería un paraíso vacacional y África seguiría siendo un desastre.

La política del siglo XXI ha de ser consciente de que cuanto peor le vaya otros, peor nos irá a todos

Esa atribución de papeles puede que se esté cumpliendo, sin que lo europeos nos desprendamos de ese fatalismo del nada se puede hacer. Es verdad que al comienzo del siglo XX, suponíamos el 25% de la población del mundo y ahora solo representamos el 7%, y que esa pérdida drástica de peso poblacional (sobre todo por el crecimiento de los países del Tercer Mundo a consecuencia de la revolución agraria que casi ha erradicado el hambre y el control de las enfermedades) hace prácticamente imposible mantener el peso político y la influencia cultural. Pero, mientras no se arregle ese “desastre” africano, la llegada de grandes oleadas de inmigrantes puede cambiar sustancialmente las cosas en Europa, y probablemente no a mejor. En un mundo global, los problemas de los demás también son los problemas propios, y si los demás tienen guerras o son incapaces de generar una economía mínimamente avanzada, acabarán por venirse aquí, que es lo que está ocurriendo.

El desastre de África empieza a ser nuestro desastre, y esa turbación es perfectamente reconocible en la fuerza que han adquirido los partidos ultranacionalistas en Italia, Francia o Suecia, donde hasta hace muy poco casi nadie votaba a la extrema derecha. En esta misma dirección derivan los republicanos estadounidenses, espoleados por Trump y un problema idéntico, los inmigrantes que llegan del sur.

Ningún país puede resolver por sí mismo el difícil reencaje de las grandes masas de población que huyen de las guerras o de la pobreza. Cabe la duda, incluso, de que lo podamos resolver de forma colectiva. Lo único seguro es que no tendrá solución sin atajar el problema en origen: si tenemos en cuenta los costes que tiene para todos una guerra (al margen del drama humano) siempre resultará más económico tratar de ponerle solución in situ, y otro tanto ocurre con la pobreza.

Podemos enterrar la cabeza, pero es una política temeraria. Las proyecciones de la ONU indican que en 2050 Europa tendrá 550 millones de habitantes, pocos más que ahora, mientras que un país como Nigeria habrá pasado de los 200 millones que tenía al comienzo de este siglo a 600, más que toda la ‘vieja’ Europa. Y suponer que, sin una sustancial mejora de su nivel de vida van a permanecer allí modosamente mientras ven en la tele cómo se vive más al norte es de una ingenuidad pasmosa.

La política internacional hasta el siglo XX se basaba en la idea de que cuanto mejor le fuese a otras naciones, peor para nosotros, porque se convertían en rivales/enemigos más peligrosos. La política del siglo XXI ha de ser consciente de que cuanto peor le vaya a otros, más problemas tendremos todos. Por muchas concertinas que instalemos en las fronteras, el contagio de ese malestar es inevitable, en forma de crisis económica o en forma de crisis social. La interdependencia va desde los préstamos país a los gasoductos y desde los convenios pesqueros a las exportaciones de productos terminados. Hace un siglo, a las potencias les bastaba con instalar en estos países un gobierno que salvaguardase sus intereses. Hoy el terreno de juego es mucho más complejo y no se sabe si los partidos se juegan allí o aquí; ni siquiera sabemos con qué.

Durante la guerra de independencia de Argel, el líder de los nacionalistas advirtió a los franceses que no solo se desprenderían de su yugo sino que conquistarían París con el vientre de sus mujeres. No es un arma convencional pero puede ser mucho más efectiva. De hecho, en Londres ya hay un alcalde musulmán y, tras las torpezas de Liz Truss en su cortísimo mandato, sus colegas conservadores acaban por descabalgarla. Los tres candidatos que manejaba la prensa como potenciales sucesores eran Nadhim Zahawi, nacido en Bagdad en el seno de una familia kurda, Sajid Javid, hijo de paquistaníes que llegaron al Reino Unido en los 60 y Rishi Sunak, nieto de inmigrantes de la región india de Punjab, por el que se finalmente se han decantado los conservadores. Una muestra de cómo ha cambiado el mundo en apenas dos generaciones y de lo mucho más que va a cambiar en las dos próximas.

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