Inventario

Reformas con la boca pequeña

No hay nada más peligroso que meterse en reformas, porque verse obligado a cambiar un pomo conduce a plantearse si no ha llegado el momento de sustituir la puerta y eso encadena otra duda perturbadora: la conveniencia de aprovechar la oportunidad para variar su ubicación de forma que deje más espacio al sofá. Y, una vez entrados en obras, quién puede resistirse a hacer un nuevo reparto de la casa, más racional o más moderno… Al final, el pomo se queda como estaba para evitar males mayores.
Con las reformas emprendidas en España ocurre algo parecido. Una vez que hemos entrado hasta el hueso en las pensiones, en los despidos y en el rediseño del sistema financiero, aparentemente, es la oportunidad para seguir con el resto que, por otra parte, parecen más fáciles puesto que sólo afectan a colectivos muy concretos. Sin embargo, en nuestro país esas cosas son las difíciles. Si alguien propone suprimir la burocracia en genérico, recibe la aprobación unánime, pero cuando concreta a qué se refiere, se encuentra con harina de otro costal. No sólo se le sublevan los afectados sino que desaparece el respaldo de quienes debían ser los beneficiarios. Ha ocurrido con la supresión de muchos de los certificados que emitían los colegios profesionales y que no tenían otro objeto que el recaudatorio, con el sometimiento de los laboratorios farmacéuticos a un pacto de precios o al liberalizar la afiliación a las cámaras de comercio.
Cuando el Partido Popular exige reformas, aparentemente se refiere a este tipo de cambios, pero es sintomático que no las explicite, para que sepamos si son estas u otras, ni las respalde con su voto en el Parlamento, lo que indica que no se siente cómodo al cambiar ese estatus quo. Lo mismo ocurre con las patronales. Mientras la pelota de la reforma ha estado en el tejado de los sindicatos (las condiciones laborales o las pensiones) han sido vehementes, pero miran para otro lado cuando aparece el informe Bolkestein según el cual en España hacen falta ocho años de promedio para abrir una gasolinera, lo que en la práctica impide la libre competencia en el sector. O cuando se legisla en favor del comercio minorista, poniendo trabas a las grandes superficies o cuando se admite que las eléctricas puedan renovar a coste cero las concesiones vencidas de las centrales hidroeléctricas, cuya propiedad debiera haber pasado al Estado. Y, lo que es peor, cuando admiten que esas presas puedan seguir vendiendo los kilovatios al precio de las centrales más costosas después de estar amortizadas y cuando su coste es prácticamente cero.
¿Por qué el Gobierno no entra en estas reformas, aparentemente más sencillas, o liberaliza la instalación de farmacias? ¿Por qué no las exigen las patronales, dado que el colectivo de empresarios sería uno de los más beneficiados? ¿Cuál es la posición del PP al respecto y por qué no la manifiesta? Sencillamente, porque hay intereses muy fuertes de las eléctricas, de las petroleras instaladas o de los farmacéuticos. Ninguno de ellos quiere más competencia, no nos engañemos, y tienen la suficiente fuerza como para impedir estas reformas. Al final, va a resultar que los sindicatos son los más proclives a ceder, quizá porque sobre ellos se centra la presión de la opinión pública, a través de los medios de comunicación, unos medios que son directamente o indirectamente controlados por los que no están dispuestos a admitir las reformas en lo suyo. Esa es la paradoja de un país donde la productividad no despega y donde los culpables oficiales son unos y los que se escaquean de cualquier reforma son otros.
Afortunadamente, estan cambiando algunas cosas. El Estado le ha fijado los precios a los laboratorios farmacéuticos, que parecían gigantes en lugar de molinos, y hemos sabido, a través de Wikileaks, que incluso el Gobierno norteamericano trató de impedir esa decisión. Pero quedan muchos más sectores a los que hincar el diente. Lo desmoralizador es que quienes piden reformas con la boca grande luego tratan de impedirlas con la boca pequeña, saliendo en defensa de cada colectivo afectado. Entonces, ¿de qué reforma estamos hablando?

Muchos culpables

La recapitalización de las cajas va a costar, al menos, 14.000 millones de euros. A esa cifra hay que hay que añadirle los 11.000 millones del FROB entregados en otoño, lo que quiere decir que la cuenta va ya por unos 25.000 millones, que no parece mucho en comparación con los 700.000 de la banca norteamericana. Claro, que a eso hay que sumarle los 100.000 millones que los bancos y las cajas españoles se han gastado para estas fechas en provisiones, esas reservas de grasa que el Banco de España forzaba a conservar para los malos tiempos, es decir, para los que ahora corren. El resultado es que llevamos consumidos más de veinte billones de pesetas y, a la vista de lo que nos ha desvelado la CAM, probablemente estamos empezando los saneamientos.
Ahora, pongámonos a pensar en todas las personas que conocemos que se han hecho ricas con la promoción de viviendas. No parecen tantas, aunque es verdad que ese dinero acabó circulando por muchos bolsillos. Por tanto, habrá que plantearse qué hemos hecho con esos veinte billones de pesetas que acabaremos por pagar entre todos los contribuyentes y entre los accionistas de los bancos, que no son tantos como los contribuyentes, pero son muchos.
Una vez que las cartas han quedado boca arriba, es evidente que todos jugaban de farol. Hay, al menos veinte billones de pesetas falsos en esta partida, metidos en suelo sobrevalorado y en viviendas que nadie quería o puede pagar. No solo es mucho dinero sino que es posible que esos 125.000 millones de euros hubiesen sido más rentables lanzados al viento y repartidos al azar, porque han resuelto la vida de muy pocos y han complicado la de muchos. Bastantes de los empresarios que hicieron fortuna, la han perdido por el exceso de codicia. Los bancos, que han demostrado ser unos tenderos venidos a más, con una idea muy justita de la economía como ciencia social, se encelaron por ver quién daba más créditos para crecer más deprisa que el rival sin conciencia alguna de que tanta generosidad los conducía al colapso. Los compradores, porque quisieron morder mucho más de lo que podían abrir sus mandíbulas. El Banco de España, al ver la locomotora económica lanzada, ni siquiera se atrevió a insinuar que caminaba hacia el precipicio. Y las autoridades políticas… Bueno, esas tienen la culpa de creerse estupendas. Tan convencidas estaban de que cuanto ocurría de bueno era producto de su gestión que, en lugar de tomar cautelas, siguieron atizando la hoguera. Ahora vamos a 110 por decreto, pero hace unos años adelantábamos a Canadá y a Italia, habíamos cogido el rebufo de Gran Bretaña y empezábamos a pensar que salvo Irlanda (otros listos, como nosotros), el resto eran viejos ricos artríticos que antes o después tendrían que rendirse ante nuestro apabullante desparpajo. Irlanda ya hemos visto como acabó y nosotros seguimos bailando en la cuerda floja.

Los políticos solo tienen parte de la culpa, porque, en esta ocasión, formaron parte de un engaño colectivo, en el que participaron con entrega quienes se suponía que sabían más de economía, desde los bancos y cajas a los profesores de universidad. El sector inmobiliario era una manada desbocada y los dirigentes políticos, siempre dispuestos a encabezar la manifestación, en lugar de intentar frenarla ofrecieron mucho más combustible: unas desgravaciones que lo único que conseguían era que el promotor subiese los precios al saber que el propietario podía pagar más, unos plazos hipotecarios tan dilatados que conseguían un vínculo más estable con la vivienda que con la pareja y una ley del suelo destinada a fomentar la construcción indiscriminada. Por supuesto, todo ello aderezado con una política municipal dirigida única y exclusivamente a dar facilidades para edificar en la que todos los partidos participaron con el mismo entusiasmo y parecida falta de escrúpulos. Cualquiera que tuviese la más mínima oportunidad de decidir una alcaldía gracias a una coalición o a su desparpajo como tránsfuga se conformaba con un humilde cargo de concejal de urbanismo, nunca aspiraba a una concejalía de cultura, qué casualidad. Todo el país quería ser urbanista, pero no por aproximación al concepto de urbanidad, sino de urbanizable.
Y por si no fuera suficiente el interés de la iniciativa privada por construir viviendas, ayuntamientos y gobiernos regionales lanzaban a las masas planes y psires para hacer viviendas a mansalva. Tanto benefactor público debiera explicar ahora cómo hizo los cálculos de demanda, porque no solo han creado un problema paisajístico irremediable, sino que, al alimentar hasta el disparate la actividad especulativa, nos han dejado una factura que ya supera los veinte billones de pesetas además de un millón de pisos inútiles, que no se venderán o se venderán a mucho menos precio, y miles de solares donde no se construirá en muchos años. Esa factura la pagaremos vía impuestos y a través de los dividendos que no se repartirán.
En realidad, la dimensión del agujero es aún mayor, porque a esa suma apresurada habría que añadirle el valor que han perdido las viviendas para todos sus propietarios, aunque, como en la bolsa, ese valor sólo se materialice cuando se vende y la oportunidad pasó. Durante un tiempo pensamos que éramos ricos, vivíamos como ricos y las autoridades nos convencían de que esa sólo era la primera parte del resto de una vida aún mejor. Bastaba con construir más. Lo increíble es que todavía algunos estén pensando en psires, cuando debían de estar manejando pesares. La mala conciencia de haber contribuido a empobrecer a todos por el empeño de hacer más ricos a los que ya no lo necesitaban. Como el ser humano aprende muy rápido, aunque esté condenado a tropezar varias veces, ahora hemos cambiado el casco de albañil por el de las energías renovables o el de las tecnologías a golpe de subvención, dispuestos a reproducir las mismas burbujas, con parecidos resultados.

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