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El fin de un modelo

La balanza comercial española se despeña desde hace tiempo como consecuencia de la fiebre consumista nacional, la devaluación del dólar, que ha abaratado mucho los productos extranjeros, y el empuje comercial de los países del Extremo Oriente. Esta sombra preocupante en la economía nacional pasa desapercibida en medio de tanta euforia creada por una tasa de empleo que no se conseguía en décadas y unos tipos de interés que nunca hubiésemos soñado.
Aunque no le preocupe al gran público, comprar mucho más de lo que se vende, a la larga da problemas. Aunque hay que reconocer que no es un mal específico de España como algunos parecen suponer, sino de todo Occidente. En Estados Unidos ha cundido la alarma al conocerse las cifras del último cuatrimestre, mucho peores de lo que se esperaba. Sólo con China, el país tuvo un desequilibrio comercial de más de un billón de las antiguas pesetas españolas. Las cosas están parecidas en la mayoría de los países europeos y en Francia buscan remedios porque su desequilibrio ya no hay chauvinismo que lo detenga.
El mundo que antes se llamaba desarrollado no está siendo capaz de adaptarse a una circunstancia para la que no estaba preparado. Durante más de un siglo, los flujos comerciales han sido muy claros: desde los países del Tercer Mundo llegaban las materias primas sin transformar y el valor se añadía en Occidente, al convertirlas en productos cada vez más evolucionados. El saldo comercial era incontestable. Pero en un par de décadas las cosas han cambiado tanto que ahora, además de las materias primas, también les compramos los productos manufacturados, por la razón incontestable de que son bastante más baratos. Durante un tiempo se pensó que este proceso sólo afectaría a países de tecnologías medias, como el nuestro, pero estamos viendo que el problema le afecta a todos. Nadie se salva de esta competencia que se banalizó demasiado al tratar de encasillarla en el todo a 100 del baratillo.
Incluso en el caso de que los países orientales no llegasen a salir del segmento de los productos de menos calidad –lo cual es dudoso– han encontrado ahí un mercado tan grande como para vender mucho más de lo que necesitan comprar en el exterior, que es mucho, dado que se han lanzado a una política muy agresiva de construcción de nuevas fábricas y no escatiman en maquinaria, por mucho que su auténtica ventaja esté en la mano de obra.
Si todo el valor añadido de los productos norteamericanos, supuestamente los más evolucionados del planeta, no sirve, ni de lejos, para equilibrar su balanza comercial con estos países, podemos intuir lo que nos espera a todos los demás. Para no dar por definitivamente perdida esta batalla, deberíamos estar pensando ya en un nuevo modelo económico. Lo que sirvió para el siglo XIX y XX no va a servir para el XXI, al menos en Occidente. No estaría de más que los teóricos nos dijeran cuál va a ser nuestro nuevo papel, si es que tienen alguna idea al respecto.

El mundo al revés

La mitad de las denuncias que reciben las oficinas de los consumidores se refieren a servicios telefónicos. Hay quien puede admitir las dificultades para darse de baja en una compañía o el corte unilateral de una línea de banda ancha como un problema menor, propio de una sociedad desarrollada, pero no es así. No es un asunto económico, sino de libertad personal y demuestra hasta dónde pueden llegar las prácticas de las empresas oligopolistas. Por eso resultaba imprescindible una rápida regulación legal que diese al ciudadano las posibilidades de enfrentarse a estos modernos leviatanes sin rostro, porque quien va a atender la reclamación es una señorita que ni pertenece a la compañía causante del desaguisado, ni da su nombre real, ni se sabe muy bien desde donde contesta.
Hasta ahora, las administraciones públicas han sido muy condescendientes con las prácticas de estas empresas y puede que en parte sea por pereza. Qué se va a esperar de aquellos que ni siquiera se molestan en tomar una decisión y prefieren escaquearse de las consecuencias dando por sentado que, siempre que no contesten expresamente, no autorizan lo solicitado, con la ominosa desautorización por silencio negativo.
Pero hay otras veces en que las administraciones son aún más arteras y no sólo no se ponen de parte del contribuyente sino que se alían sin ningún pudor con los intereses de la empresa reclamada. Un ejemplo es el de los aparcamientos subterráneos de Santander. Como se sabe, en el presupuesto del 2000 se autorizó una subida extraordinaria para compensar los gastos que iba a suponer aquel famoso fiasco del ‘efecto 2000’, con el compromiso de que, a cambio, no se admitirían subidas en varios años. Por supuesto que se admitieron y, obviamente, eso no fue en defensa de los usuarios. Otro ejemplo sorprendente es el empeño que el mismo Ayuntamiento ha puesto en retrasar la aplicación del sistema de cobro por tiempo real, incluso después de que fuese declarado legalmente obligatorio o el hecho de que se plantee la posibilidad de recurrir una reciente sentencia de judicial que obligaría a devolver a los usuarios de los aparcamientos lo indebidamente cobrado en 2004.
En lugar de estar de enhorabuena por lo que representa una victoria de la ciudadanía a la que representa, el Ayuntamiento parece muy afectado por el menoscabo de ingresos que puede suponerle a los concesionarios, cuya defensa asume como si se tratase de su propio gabinete de abogados.
Mientras algunas administraciones públicas acepten ser fuertes con los débiles y débiles con los fuertes, estaremos construyendo un mundo al revés.

E.On y el liberalismo

La opa de la alemana E.On sobre Endesa ha sido bien recibida por los accionistas, que pueden obtener un mejor precio, y por el propio consejo de administración de Endesa, que ya sobrevivió a la privatización de la compañía y podría perpetuarse gracias al favor prestado a la firma germana al propiciar su oferta. Es bueno que concurra más de un comprador y mucho mejor que los gobiernos no interfieran en favor de ninguno de ellos, pero no conviene caer en la creencia de que el desarrollo de los países se mide por su capacidad para vendarse los ojos ante este tipo de operaciones.
Lo acabamos de ver en Italia, donde toda la maquinaria del Estado actuó para impedir la OPA del BBVA sobre la Banca Nazionale del Laboro. Vimos los problemas que tuvo el Santander en Portugal para adquirir el Totta. Nadie ha podido convencer a Francia de que privatice su gigante eléctrico y lo mismo pasa en Italia con Enel o con la portuguesa EDP. Si pensamos que todo esto es un mal europeo y que jamás se produciría en Estados Unidos, patria del ultraliberalismo económico, nos volvemos a equivocar. En aquel país hay cinco grandes compañías aéreas en suspensión de pagos o a punto de solicitarla, ya que no han sido suficientes las cuestionables subvenciones estatales para contrarrestar los problemas que arrastran desde el 11-S por la caída de tráficos y la subida de los combustibles. Cualquiera de estas aerolíneas en crisis sería una magnífica oportunidad para que las empresas aéreas europeas, más saneadas, pudieran entrar en el mercado norteamericano. Pero eso es imposible. Ningún extranjero puede adquirir más de un 20% de una compañía aérea de los EE UU. Que se sepa, nadie ha protestado por una medida tan unilateral y restrictiva, dado que no hay ley que impida lo contrario, que las compañías norteamericanas adquieran aerolíneas extranjeras.
Como se ve, ningún país se ha quitado de encima esos reductos de nacionalismo económico que resultan muy discutibles, pero que existen. En el mundo moderno, no merece la pena librar guerras físicas y, mucho menos, territoriales, porque están muy mal vistas por la opinión pública y casi siempre salen mal, sirva Irak de ejemplo. Siempre que sea posible, es más barato y eficaz comprar al rival. Y tiene mucha mejor prensa.
Esta tesis tiene una reciprocidad sólo relativa: también es mejor dejarse comprar, pero con limitaciones, hay determinados terrenos que conservar. España, en pura teoría liberal, hubiese podido resolver el problema de Gibraltar comprando parcela a parcela y casa a casa, hasta completar las pocas hectáreas de la colonia. Hubiese sido, incluso, barato, pero es muy dudoso que Gran Bretaña hubiese accedido a que todos los particulares que allí viven ejerciesen el sagrado derecho que tiene cualquier propietario a vender su casa a quien le plazca.
Es lo que se conoce como intereses estratégicos. Pero nunca es fácil delimitar cuándo algo es estratégico y cuándo no lo es. ¿Lo es la electricidad y el gas? La mayoría de los gobiernos piensan que sí.
Para el PP es más relevante la libertad de mercado europea y mantener el principio de reciprocidad entre socios, ya que hay varias empresas españolas que han comprado otras del ámbito comunitario, como hizo el Santander con el Abbey. Pero esta tesis también flaquea. En primer lugar porque la propia E.On está blindada por su Gobierno de forma que puede comprar, pero no ser comprada, lo cual resulta muy paradójico. Pero, además, plantea otras dudas prácticas: ¿Quiere decir que si el comprador procede de un tercer país el Gobierno tendría las manos libres para frenar la OPA? Y, aún en el caso de que se siguiese este principio liberal a rajatabla, si las gigantescas y poco recomendables petroleras rusas hicieran una opa sobre Repsol ¿habría que cruzarse de brazos?
Está claro que esto del liberalismo tiene un límite. Hay intereses nacionales y los seguirá habiendo. No nos engañemos.

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