MANUEL LOPEZ CACHERO, presidente de AENOR

Pregunta.– Una vez que se han generalizado las certificaciones de calidad entre las empresas, ¿dejarán de suponer un plus de consideración y sólo se valorará como un demérito el no estar certificado?
Manuel López Cachero.– Al principio, las ideas suscitan una clasificación dicotómica entre partidarios y detractores. En los años treinta se discutía la democracia; en los sesenta el colonialismo y, tras la Segunda Guerra Mundial, ya nadie negaba ser demócrata o afirmaba ser colonialista. Salvando las distancias, con la calidad ha ocurrido algo similar. Si ahora se le pregunta a cualquier empresa u organización pública –porque Aenor también certifica ayuntamientos y, recientemente, al Ministerio de Hacienda de El Salvador– ninguna en su sano juicio puede negar la validez de las certificaciones, pese al riesgo que supone su generalización. Al principio, unos las acogieron con entusiasmo y otras con escepticismo pero, a estas alturas, ningún empresario se plantea calidad sí o no. La gran cuestión es por qué quieren calidad. Ojalá fuera porque somos buenos y queremos el bien, pero la clave es que cada día somos más exigentes con lo que recibimos, porque nos ha costado mucho esfuerzo conseguirlo.
P.– Pero, tanto hablar de calidad ¿no puede acabar devaluando este concepto?
R.– Al revés, la calidad se está apreciando cada vez más porque las cosas no se devalúan cuando se extienden sino cuando no funcionan. El hecho de la calidad, ya no la idea, es irreversible en todos los sentidos, porque la gente quiere tener garantías de que los productos se hacen bien y de que la gestión de las organizaciones es buena. Aún cuando la calidad no fuera un valor distintivo, seguiría siendo positivo, porque lo importante no es que alguien se diferencie del resto sino que lo de todos sea útil para todos.

P.– Cuando todo el mundo esté certificado ¿será necesario fijar nuevos retos, con otras certificaciones específicas?
R.– La meta seguiría siendo incrementar la calidad y, por supuesto, habría que fijar nuevos retos. Cuando uno implanta una política de certificaciones sabe donde empieza pero no donde acaba, ya que las exigencias del ser humano son crecientes. La perfección no existe y mientras todos seamos capaces de pensar, también exigiremos más. Ya se están creando certificaciones específicas en materias como el medio ambiente y, de hecho, Aenor fue designada el año pasado por Naciones Unidas para operar con los llamados Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL) –reducción de emisiones contaminantes–. Nadie lo hubiera imaginado hace cinco años, y menos cuando nacimos, hace veinte. Y es que la aparición de nuevas demandas, como las originadas por el Protocolo de Kioto, podrán ser discutidas, pero han incrementado la concienciación sobre la sostenibilidad. Detrás de ellas están las presiones intelectuales y morales de las gentes que queremos un mundo mejor para nuestros hijos y nietos y, si eso es así, es porque la mente humana es exigente y habrá que ir creando nuevos instrumentos para la calidad.

P.– ¿Usted se fija en las etiquetas?
R.– Yo no me fijo en las etiquetas sino en las realidades. Éstas sólo me interesan en la medida en que verifican una realidad, comprobable por un tercero independiente, objetivo y transparente; o cuando sirven para identificar algo respecto a la leyes, con las que soy muy respetuoso. Así, si la etiqueta dice que el ‘producto x’ ha sido fabricado por la ‘entidad y’ con unas características determinadas me parece bien; en caso contrario, me traen sin cuidado.

P.– ¿No es decepcionante que España no consiga mejorar en los rankings de productividad internacional cuando las empresas han hecho un esfuerzo tan significativo hasta convertirnos en el tercer país europeo y el quinto mundial con más certificaciones de calidad y el primero del Continente en certificados medioambientales?
R.– Ya no como presidente de Aenor sino como ciudadano, lamento que la productividad no tenga un ritmo creciente y creo que es uno de los grandes problemas de la economía española. Pero tenemos que verlo desde una óptica más amplia, ya que hay asuntos que no tienen nada que ver con la calidad sino con nuestra concepción económica, societaria y de acuerdo entre los agentes sociales. Está claro que la calidad es un vehículo de competitividad pero sólo por calidad no conseguiríamos aumentar nuestra exportación aunque sea un factor determinante, junto al precio. Por eso, más que decepcionado, estoy quiméricamente esperanzado y convencido de que podemos aumentar nuestra productividad gracias a la excelente calidad con la que se está trabajando en España.

P.– ¿Por qué las empresas tienen la sensación de que los procedimientos de calidad a que les obligan las certificaciones están demasiado burocratizados. ¿Necesitarían una reformulación periódica?
R.– La reformulación periódica es inevitable y quien se duerma en los laureles se equivoca. Además, la autocrítica es buena y no creo que los procedimientos sean perfectos. Lo que ocurre es que las certificaciones son intangibles y las empresas, aunque notan sus efectos, no tienen un parámetro objetivo para medir su eficacia. Es verdad que los procedimientos son muy rigurosos, detallados y protocolizados, porque han de hacerse con arreglo a procedimientos conocidos de los que quede constancia, pero considerarlos burocratizados es excesivo. Ojalá continuáramos en aquel mundo donde los hombres se daban la mano para cerrar un trato y no en una sociedad tan competitiva. Lo que sí se puede hacer es mejorarlos y desde Aenor debemos contribuir a ello porque no queremos horas/papel sino horas/eficacia.

P.– ¿Las mismas normas de calidad pueden dar resultados diferentes en España, en Alemania o en EE UU?
R.– Estados Unidos es un caso aparte, pero en España y Alemania no deberían dar resultados diferentes porque tienen el mismo alcance y consecuencias idénticas en todos los sitios. Esa es la gran ventaja de la normalización a escala internacional, que permite que los resultados sean parangonables. Las normas son iguales porque las elaboramos en organismos internacionales, las transponemos a las legislaciones nacionales y cada vez son menos las que se aplican a un sólo país. Certificar un producto o un sistema de acuerdo a la misma norma nos sitúa en igualdad de condiciones con otros países europeos y muchos americanos. Otra cosa es que su trascendencia sea distinta en España que en China, líder mundial en certificaciones ISO 9000 y 14.000, o que, dentro de cada país, unos lo hagan mejor que otros con la misma norma. A EE UU lo dejo al margen, aunque allí también certificamos, porque su planteamiento de la calidad es diferente.

P.– ¿Quién hace más por la calidad, un cliente exigente y un mercado competitivo o una certificación?
R–. Lo uno sin lo otro no es explicable porque no puede haber competencia sin calidad. Con motivo de uno de mis viajes, un destacado empresario de un país americano me dijo que la calidad estaba muy bien pero, en estos momentos, eran prioritarias otras cosas. Entonces, yo le pregunté: ¿Y usted cree que va a aguantar mucho tiempo haciendo cosas si no son de calidad? Y es que, o se produce en términos competitivos, o no se produce. Estoy convencido de que la calidad, no el lujo, es buena no sólo para las empresas sino para todos porque a todos nos cuesta lograr recursos para poder comprar cosas y qué menos que exigir que sean adecuadas. La competitividad se apoya en criterios de verificación y esa es la certificación, luego ambas tienen que ir unidas.

P.– En Cantabria hay 241 empresas con certificaciones de calidad. ¿Son muchas o pocas?
R.– ¿Qué quiere decir muchas o pocas? Nuestro rico lenguaje suele emplearse de forma categórica, taxativa y cuantificadora pero yo soy mucho más relativista. ¿Qué son más: 150.000 certificados en China, que tiene mil millones de habitantes, o 18.000 en España, donde viven cuarenta millones? El crecimiento en Cantabria ha sido razonablemente bueno desde 1992, año de la primera certificación regional, pero si lo comparamos en valores absolutos con el resto de España, vamos ‘cortos’. En quince años hemos dado un paso de gigante hasta llegar a esas 241 empresas pero debemos tener en cuenta la estructura socioeconómica y productiva de Cantabria ya que, hasta un pasado no muy lejano, las certificaciones estaban asociadas a la producción industrial. Siempre es más fácil certificar en un lugar de alta densidad industrial. Cantabria, aunque con más lentitud, ha adquirido un ritmo muy fuerte y los sectores agrario o de servicios son emergentes. Creemos en que queda una gran actividad que desarrollar y lo creemos tanto que acabamos de abrir una delegación propia en la región. Sería bueno que no nos hubiéramos equivocado, porque eso significaría que Cantabria va hacia adelante.

P.– ¿Se puede hacer un balance de los resultados que ha tenido esta política de calidad en la región?
R.– Eso deberían hacerlo los certificados, no el certificador. Pero, ahora que estamos celebrando el veinte aniversario, creemos que algún éxito hemos tenido, no tanto por Aenor sino por la sociedad, que ha decidido que estos procedimientos interesaban. Desde que entramos en la UE, el nivel de exportación ha aumentado no sólo porque ahora sea más fácil exportar sino porque los productos no tienen barreras técnicas en frontera. Además, el sistema de gestión de calidad se ha extendido y la calidad se ha interiorizado. Por ejemplo, si en Cantabria se certifica un hotel, el éxito se nota en el aumento de la clientela, que no se debe tanto al hecho de tener una certificación sino a estar haciéndolo bien. Por eso, el balance es tremendamente positivo y esperanzador.

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